Empezaré por confesar un crimen de infancia: Parvulario de la escuela. El día siguiente al Lunes de Pascua, a primera hora. La profesora retoma las clases después de las vacaciones improvisando una malsana competición entre el alumnado, consistente en demostrar «la mona de quién ha traído más plumitas». De repente, y para desconcierto de este articulista en fase edípica, todos los niños y niñas de la clase empiezan a sacar de sus mochilas grandes cantidades de ignotas plumas de oca teñidas de rutilantes colores. Justo es decir que las monas que los padrinos le habían regalado al niño que hoy les escribe, en los pocos años de vida este que contaba, no recordaba ningún ornamento consistente en plumas ni pollitos de fieltro ni ninguna frivolidad ornamental: eran pasteles con bizcocho coronados por huevos o conejos de chocolate, y punto; de forma que lo excluyen cruelmente del concurso. Mariano, algo tontaina, pero bastante amigo suyo, ha traído una animalada, un plumaje multicolor embutido en una lata-hucha de Caixa Penedès. Mariano gana, es el gran campeón y está muy contento, la clase de los Siete Enanitos aplaude y corea su nombre al unísono (menos yo), la profesora le abraza y las plumitas de Mariano se exponen en un estante. Durante la hora del patio, este celoso proyecto de articulista entra al aula a hurtadillas y se apropia del plumífero botín. Después, vuelve a salir a jugar y se olvida del asunto. De nuevo en clase, Marianeto llora desconsoladamente en brazos de la profesora, y esta amenaza con registrar todas las mochilas de la clase hasta que salgan las plumas vilmente hurtadas. El mini-articulista, entonces, perfecciona su crimen abriendo la mochila del niño sentado en el pupitre de delante, Sergio Ramírez, el bully de la clase, y allí esconde el incriminatorio bote de plumitas. Sergio es su mejor enemigo, su Moriarty, su Joker: un pequeño supervillano. Final feliz: el acosador escolar fue severamente castigado, el llorica del Mariano recuperó su colorido trofeo y yo me fui de rositas. Aun les diré más: aquel día me fui a comer a casa con la convicción de haber hecho justicia poética. Y lo mantengo.
Además de la confianza en la prescripción del delito, les he hecho cómplices de la onerosa anécdota por dos razones: primeramente, introducir las pasiones (altas y bajas) que despiertan los elementos, ritos y costumbres asociadas a la mona en los territorios de habla catalana; y, en segundo lugar, recalcar el protagonismo que tiene la infancia en la celebración de la Pascua. Después de la muerte de Cristo, viene la resurrección. Después de la espiritualidad de la Cuaresma, llega el amor y la sensualidad. Según la tradición cristiana, Dios vuelve a la vida y, no por casualidad, lo hace en el momento de la resurrección de la tierra, la primavera, el retorno a la alegría de vivir. El espíritu de renovación hace que sean los niños la encarnación de estos días: para ellos es el regalo de la mona. Bien al contrario de otras tradiciones ultramontanas, carpetovetónicas y que da grima verlas, como, en la Semana Santa de Málaga, el desembarco de La Legión y el traslado del Cristo de la Buena Muerte, la mona representa la buena vida y la exaltación de los sentidos: la vista, el olfato, las texturas, el sabor, el oído (cuando los ahijados cantan canciones) y el más importante de todos: el del humor.
La tradición de recibir el regalo de la mona (más o menos estupenda y ornamentada, en función de la generosidad o el bolsillo de los padrinos («Pasqua és avui, la mona jo vull, doneu-me la mà, que us la vull besar!», reza la canción infantil tradicional de estas fechas) es dista mucho de la proactividad germánica, donde los niños tienen que buscar los huevos que les ha escondido la mágica Liebre de Pascua en el jardín, y da medida del servilismo meritocrático y pequeñoburgués de los catalanes.
La mona tradicional es la de brioche, de forma redondeada y coronada con tantos huevos duros como años tenga el destinatario, y se comía acompañada de longaniza, liquidando así la abstinencia cuaresmal. Anteriores al cristianismo y asumidos después por la religión, los huevos son el elemento capital de la Pascua en muchos lugares de Europa porque forman parte de una simbología relacionada con la llegada de la primavera y con rituales de fertilidad. Los pasteleros denominan esta masa «cristina» o «de rollo». Según explica Joan Amades en el Costumari catalá, la receta, conocida desde el siglo XV, no llevaba chocolate. Inopinadamente, mientras en el País Valenciano y en Murcia las monas mantienen su austera forma y receta original, en el Principado, las monas han adoptado la grandilocuencia fallera del sur, con todo tipo de estructuras de chocolate que reproducen casitas, balones de fútbol y las caras de los personajes de dibujos animados más populares. Todo esto llegó con la incorporación del chocolate, siglos más tarde, por obra y gracia de los pasteleros de Barcelona. En el número 14 de la calle de Ferran, arteria de la Ciutat Vella, todavía se conservan los letreros con letras doradas de Casa Massana, la confitería con la qué el pastelero Agustí Massana Riera (1825-1897) consiguió hacerse rico. A Massana se le atribuye la acertada idea de reemplazar los sustantivos huevos duros por sus réplicas de chocolate. Además, empezó a rematar sus monas con una figura caricaturesca, no pocas veces inspirada en algún político de la época, que movía afirmativamente la cabeza. Estas figuras se popularizaron rápidamente bajo el apelativo de pasteles «Sí, señor». Los fans de P. G. Wodehouse, como un servidor, probablemente habrán asociado enseguida esta frase con la acostumbrada muletilla de Jeeves, el flemático y maniqueo mayordomo creado por este escritor inglés de novelas tronchantes. Jeeves representa la imagen ideal de lo que debe ser el criado de un caballero, siempre impecablemente vestido, deslizándose silenciosamente dentro y fuera de las habitaciones y hablando solo cuando se le solicita para responder, en la mayoría de las ocasiones, con un escueto «Si, señor» o «No, señor», consiguiendo con ello un gran efecto cómico. Según su señorito, Bertie Woster, la proverbial capacidad pensante de Jeeves se debe a comer mucho pescado (ingrediente consustancial de la Cuaresma), alimento que Bertie le ofrece en numerosas ocasiones cuando desea hacer funcionar la materia gris de su mayordomo. Este personaje ficticio ha tenido tanta trascendencia en la cultura inglesa que en su idioma la palabra «Jeeves» es hoy sinónimo de «criado». La tradición de recibir el regalo de la mona (más o menos estupenda y ornamentada, en función de la generosidad o el bolsillo de los padrinos («Pasqua és avui, la mona jo vull, doneu-me la mà, que us la vull besar!», reza la canción infantil tradicional de estas fechas) dista mucho de la proactividad germánica, donde los niños tienen que buscar los huevos que les ha escondido la mágica Liebre de Pascua en el jardín, y da medida del servilismo meritocrático y pequeñoburgués de los catalanes. Sí, señor. Agustí Massana Riera, por cierto, fue el padre de Agustí Massana i Pujol (1855-1921), a quien legó la gran fortuna que había amasado con sus pasteles y figuras de chocolate, y con la cual éste contribuyó a la fundación de la Escuela Massana en 1929, a fin de formar a los hijos de obreros en las artes aplicadas y contrarrestar la influencia de la Escuela de la Llotja, considerada entonces por los novecentistas una institución clasista y caduca.
El arte de la mona - la mona de arte
El origen de la palabra «mona» se discute entre el monus romano (regalo en forma de huevo cocido con pasta de pan) y el munna morisco (ofrenda que los musulmanes hacían a sus amos y señores), entre otras etimologías más o menos rocambolescas. Al poliédrico creador Antoni Miralda (Terrassa, 1942), en cambio, el nombre y la grandilocuencia del tradicional pastel de Pascua le remite a un término fonéticamente colindante: Monumento. Antoni Miralda es mi artista predilecto de todos los tiempos porque sus trabajos aglutinan todos los ingredientes que más me chiflan: el objeto pop, lo ceremonial en la sociedad de consumo, la etnología gonza, el humor, el juego, los colores rutilantes, los proyectos de escala colosal, el kitsch, los desfiles en Texas con majorettes vestidas de cow-girls y la omnipresente comida como fuente de inspiración en sus intervenciones artísticas. Y, encima, tengo la potra de conocerle y de haber colaborado con él en algún proyecto que otro. Esta santa semana me planté en su estudio (la sede de la fundación FoodCultura, un laboratorio que pretende catalogar la memoria gástrica y culinaria del planeta desde una perspectiva cultural) para que me hablara de su proyecto Mona en Barcelona, una gran instalación (y conjunto de performances) que tuvo lugar dentro y fuera de la galería Joan Prats durante los meses de abril y mayo del 1980, y de la cual un FORMIDABLE (así, en mayúsculas) libro dejó testigo.
Cada artesano eligió uno de los monumentos propuestos por Miralda, como las «bolas de Porcioles», los desaparecidos depósitos de gas que había en la entrada de la ciudad, conocidos así popularmente en referencia a la arbitrariedad testicular del alcalde franquista en relación a la transformación del paisaje urbano de la ciudad.
Miralda me ofrece un caramelo de canela y, junto a Julia, una colaboradora italiana, nos sentamos los tres en su Infinity Table (una réplica de la pieza presentada en elFood Pavilion de la Expo Hannover 2000, que consistía en una tabla de 51 m de largo, con la forma del símbolo del infinito, donde se exponían más de 1.600 objetos relacionados con los alimentos y la gastronomía) para hojear este libro tan mono. «Coincide que yo estoy instalado en los Estados Unidos, ya he dejado París, y vengo aquí espontáneamente, pero los contactos ya los había hecho antes con Ediciones Polígrafa. Sus libros eran una joya, tenían mucho que ver con costumarios, con rituales, con recoger, con el archivo... Entonces yo les dije, ¿cómo es que con tantos libros que tenéis por aquí no hay ninguno sobre la mona? Claro, no se les había acudido. Y al cabo de unos cuántos años esto fue posible cuando nos pusimos de acuerdo con la galería Joan Prats, cuando ya no era la casa de sombreros. Porque la sombrerería de Joan Prats, íntimo amigo de Miró [también fue amigo de Max Ernst, Paul Klee, Joan Brossa i Josep Vicenç Foix, el poeta pastelero], era una tienda preciosa en la calle de Ferran [muy próxima a la Casa Massana]. Y entonces Joan de Muga [fundador, junto con su padre, de la galería Joan Prats, en 1976, y jefe de Ediciones Polígrafa] estuvo de acuerdo e hicimos esta instalación avant la lettre. Porque creo que debía de ser la primera instalación de esta ciudad, y dejó de vender sus calders y mirós durante un par de meses, en los cuales no vendíamos nada, y por primera vez una galería se transformó completamente. La transformamos en una mona monumental. Una mona hecha de monumentos de Barcelona.».
El colosal proyecto consistió en formar un equipo de 24 pasteleros, la flor y nata de la pastelería catalana, entre los cuales destacó, por su implicación en el proyecto, Antoni Escribà. Cada artesano eligió uno de los monumentos propuestos por Miralda, como las «bolas de Porcioles» (los desaparecidos depósitos de gas que había en la entrada de la ciudad, conocidos así popularmente en referencia a la arbitrariedad testicular del alcalde franquista en relación a la transformación del paisaje urbano de la ciudad), el tranvía, las Tres Chimeneas, el Cinc d’Oros, Colón, el Palacio Nacional de Montjuic o Copito de Nieve, la estrella del zoo en aquellos tiempos. La entrada de la galería se transformó en una mona, todas las paredes se pintaron de chocolate, se instalaron palmas bendecidas como si fueran plumas, «porque las monas populares siempre deben llevar plumitas», dice Miralda, y finalmente se exponía, al final de la sala, una gran maqueta con los elementos más significativos de la ciudad esculpidos en chocolate. Ninguna galería de la ciudad ha vuelto a recibir un público tan masivo, diverso y transgeneracional. «El Copito nos lo robaron... A la galería no paraba de entrar gente: el abuelo, la abuela, el niño, la niña, todos allí metidos, y alguien lo mangó y tuvimos que hacer otro.». La instalación, multisensorial en todos los aspectos, se completó con un collage sonoro de canciones sobre Barcelona que el artista había recopilado a lo largo y ancho del mundo: «Barcelona» de Xavier Cugat, «Barcelona Cha Cha Cha» de Standley Lauden, «Les fleurs c’este del amour» de Tino Rossi, «Barcelona mambo» de Mariano Barreto, etc., que sonaron en bucle durante los dos meses. «Los vigilantes de la galería acabaron con tapones en las orejas», dice el artista. Después, Miralda se alió con otro personaje de talla monumental, Jaume Sisa, para reinterpretar estas canciones y plasmarlas en un vinilo, una más de las muchas extensiones de este inabarcable proyecto mono-gráfico (disculpen el chiste). Las Cromo-monas de Porcioles son una serie de collages hechos con algunos de los materiales reciclados de la instalación, mezclados con chocolate y rematados con una plumita marianesca, que Miralda me enseña para acabar. Estas obras, prácticamente inéditas, podrán verse en la exposición colectiva, en memoria de Joan de Muga, que la galería Joan Prats prepara para el Barcelona Gallery Weekend, del 15 al 18 de septiembre. Hace años que peino canas y mi tío Joan no me regala la mona (a pesar de que todavía me desliza algún billete de 20 €, que mi condición de precario articulista no me permite rechazar), pero, antes de irme de FoodCultura, Miralda, gran padrino de ceremonias, me regala una deliciosa, mucho mejor que la del Mariano, el compañero de parvulitos víctima de mis hurtos: «Toma, este ejemplar de Mona a Barcelona es para ti. Quise que la caja que lo envuelve oliera a chocolate, pero me dijeron que esto ya era pasarse.». Sí, señor.