Como cada año por estas fechas tan señaladas, se tiene la tentación de colgar a las redes —y allí donde pueda— un mapa de Europa donde se destacan los países donde se hace fiesta del Lunes de Pascua. El gran divulgador Marc Pons, en esta misma digital casa, nos lo dijo, con una gran contundencia: «El Lunes de Pascua fue instituido por Carlomagno y solo se celebra en países de fábrica y de tradición carolingias». La ausencia de Castilla, Andalucía y, vaya, las Españas pintadas de blanco, es clamorosa. Como si todos fuéramos andorranos y el gran Carlomagno padre nuestro, vaya. Pero no hay ningún mapa equivalente —o, si está, no lo hemos encontrado— sobre la costumbre arraigadísima de irnos a comer la mona a fuera, que para mucha gente es el aliciente primero de este lunes mágico (el segundo es apretarse con la alegría habitual en los accesos al Àrea Metropolitana de Barcelona o volver de Praga).

El lugar es importante, sin embargo, o, cuando menos, la geolocalización es poderosa, y se puede llegar a creer que hay algún insoslayable componente de atracción telúrica o magnética en todo: se desfilan hacia ermitas, santuarios, oratorios, siempre que tengan espacios de acampada o de pícnic suficientes. Espacios de culto, aunque a la hora de la verdad poca gente saque la nariz con intención devota o, cuando menos, con curiosidad cultural o artística. No nos engañemos: aquí lo que todo el mundo quiere hacer es tapizar en compañía del grupo o de la familia y cualquier excusa es válida por largarse de la rutina y pasar un día más fuera de casa.

En el Urgellet, por ejemplo, el sitio para ir a comer la mona por excelencia es en el santuario de la Maré de Déu de la Trobada, en Monferrer. Encontraríamos paralelos por todas partes: en Talló, en Bellver, en la Font Bordonera (que también es un santuario, pero hídrico), en Organyà, en la ermita de la Posa, cerca de Isona. En todas las regiones del país, vaya. Ahora todo ha cambiado, nos hemos vuelto más civilizados y prudentes, más de tortilla de patatas hecha el día antes: si no es un espacio acondicionado (y todavía) ya no se puede hacer fuego con aquella alegría en cualquier rincón, porque Dios nos salve de provocar el incendio universal que lo quemaría todo, que el país es seco como una mala cosa.

Ahora todo ha cambiado, nos hemos vuelto más civilizados y prudentes, más de tortilla de patatas hecha el día antes: si no es un espacio acondicionado (y todavía) ya no se puede hacer fuego con aquella alegría en cualquier rincón

En aquel tiempo buscábamos un prado (siempre que fuera guadañado, condición sine qua non), y allí nos instalábamos con toda la impedimenta, trajinada siguiendo antiguos caminos, saltando lados y procurando que aquel hilo del niño no llevara corriendo y rogando para que el campesino no hubiera regado aquella mañana. Sin vacas paciendo, si era posible. Ay, aquellos costillares, con carne del país hecha encima de una losa mojada con tocino, hecha con leña húmeda arroplegada por los márgenes, con la esperanza que tomara: a cada grupo siempre había el especialista en encender (y sobre todo mantener encendido) la xera. Era una comida esencialmente paleolítica, ancestral, sólidamente anclada en nuestro ADN mitocondrial.

Una comida esencialmente paleolítica en el prado / Foto: Albert Villaró y Montse Ferrer

Una ensalada —la parte recolectora del menú— para disimular, y acabábamos todos bien fumados, como los neandertales del Abrigo Romaní, pero con la alegría que eso no era ningún obstáculo, sino al contrario: nos hacía conectar, tan felices, con el genio del sitio. O, para decirlo con el latinajo, que da más autoridad, con el genius loci. También conectábamos (y sería deshonesto no mencionarlo) bebiendo un poco. Que levanten dicho los jóvenes que comprobaron por primera vez los efectos del alcohol en sangre en un encuentro pascual. ¿Veis cómo somos muchos? Ha sido así y sería hacer trampa negarlo.

Durante un par de años, recuerdo que nuestro grupo tenía una bebida particular, absurda, pero que era como un signo de identidad: el polanski. Cogíamos un corte de limón, poníamos café molido por encima, nos lo comíamos con cara de asco e, inmediatamente, lo hacíamos bajar con un sorbito de vodka. Ya sé que era un acto imprudente y peligroso. Niños y niñas que nos leéis, sobre todo no lo probarais nunca. Nosotros lo abandonamos a tiempo, antes de que fuera demasiado tarde. Y sí, también nos comíamos la mona, en la versión pastelera de mantequilla, fruta y plumeros, no en la modalidad ancien régime con pasta de pan enriquecida y unos arcaicos huevos dusos, con caparazón y todo, surgidos del Costumari Català del maestro Amadas.

La mona, en la versión pastelera de mantequilla, fruta y plumeros / Foto: Albert Villaró y Montse Ferrer

Total, y para resumir: rematamos la Semana Santa con otra comilona, este como de propina y en tiempo de descuento, pero no por eso con menos intensidad o trascendencia. Podemos decir, sin ningún miedo a equivocarnos, que Carlomagno, Lluís el Pietós y Carles el Calb y toda la parentela imperial franca, estarían bien orgullosos al ver cómo hemos ido administrando su herencia inmortal. Y que por muchos años así sea y en el cielo nos podamos ver.