La primera vez que canté en público no sabía que estaba celebrando la resurrección de un profeta, como tampoco sabía que los cuatro huevos y los frutos secos con chocolate que nos regalaban los vecinos después de cada canción tenía relación, indirectamente, con el origen etimológico de aquello que había desayunado esa mañana: la mona de Pascua. ¿De dónde venía aquella tradición? ¿Por qué tenía múltiples formas? Y sobre todo, ¿qué vínculo existía entre Jesucristo y una figura inmensa de chocolate con la forma de Doraemon, un campo de fútbol hecho de mantequilla con bizcocho o un Cobi de immenso tamaño que acaba cortado a trozos dentro de la nevera, descuartizado como un cadáver asesinado por Jeffrey Dahmer? Todo por Semana Santa era extraño e inconexo, como un rompecabezas que no encaja. El Viernes Santo, cuando iba al Vendrell a ver la processó del Silenci con mi abuela, señores que eran lampistas, oficinistas o mecánicos se convertían en los Armats que paseaban por el municipio vestidos de legionarios romanos en un ambiente fúnebre. En cambio, dos días después, yo mismo paseaba por mi pueblo con otros lampistas, oficinistas o mecánicos, ahora vestidos todos de Jacint Verdaguer yendo a recoger los Jocs Florals de 1865, mientras cantábamos por todas las casas en un ambiente festivo.
Nada era comprensible porque todo pasaba del cero al cien en pocas horas de diferencia, por eso desde pequeño constaté que la Semana Santa era un juego de contrastes entre el sufrimiento y la alegría, entre el calvario y el placer, entre el luto y el desenfreno. Entre la muerte y la vida, vaya, por eso es lógico que después de tres días viendo procesiones, un servidor saliera de casa y se pusiera a cantar con una barretina en la cabeza. Que la Semana Santa es a la vez un juego de asimetrías no solo emocionales, sino también estomacales, lo entendí cuándo un dolor de barriga infernal por culpa de una ingesta masiva de chocolate me corroboró que a continuación del ayuno viene el festín, y acto seguido del festín, desgraciadamente, el bicarbonato, el Almax y las sales de fruta ENO. Demasiada información de golpe para un niño. Yo quería saber quién era ese malnacido llamado Judas o por qué mi padre siempre decía que no sé quién "se lava las manos como Poncio Pilato", pero también quería saber cuál es el origen de hartarse de cosas dulces por Pascua, quería saber si había chocolate en la Jerusalén del siglo I y quería saber, sobre todo, de dónde sale el nombre de la mona, dado que por Semana Santa en la tele hacen pelis de romanos, se ve gente con un sombrero caminando descalza por la calle o incluso salen personas vestidas de esqueleto humano haciendo danzas macabras en el Telediario, pero en ningún momento se ve un mono ni ningún otro simio de cola larga.
La mona, ¿un regalo que viene de los árabes?
De todas las preguntas sobre la Semana Santa que podrían haberse hecho a Tomàtic, la más indescifrable, sin duda, sería averiguar de dónde viene el nombre del regalo más importante que un padrino hace al cabo del año. Todo parece indicar que la mona debe su nombre a la 'mûna', un tributo de arrendamiento de tierras que los árabes de hace decenas de siglos pagaban con cocas, productos agrícolas y huevos duros. En la Champions League de los contrastes, celebrar la resurrección de Jesucristo con un obsequio que tiene su origen en los árabes es ganar la final por goleada, por eso, aparte de la tesis que señala la evolución arábiga de 'mûna' al latín 'monus' como sinónimo de obsequio, presente o regalo, también hay otras teorías que hablan de la mona como evolución de las 'munda', una especie de paneras ornadas, particularmente cocas y pasteles que los romanos ofrendaban en Ceras durante el mes de abril. Todavía hay una tercera hipótesis con relación a la etimología: la opción que la mona de Pascua derive de la fiesta judía de la 'mimuna', una celebración que se realiza la noche del último día de Pascua Judía y que a la edad media, antes de la expulsión de judíos y musulmanes de la península Ibérica, se celebraba año tras año en los territorios de la Corona de Aragón.
La mona entendida como una rosca con huevos está documentada desde el siglo XV y aparece a Les obres o trobes davall scrites les quals tracten de la sacratíssima Verge Maria, el primer libro literario imprimido en la península Ibérica el año 1474. Si el origen etimológico del término es todavía hoy un misterio del cual no se saca agua clara, la presencia de los huevos en la mona es una de las cosas menos misteriosas de la Semana Santa, ya que los huevos son el elemento primordial de la Pascua en muchos lugares de Europa porque forman parte de una simbología relacionada con la llegada del buen tiempo y con rituales de fertilidad. La pregunta es cómo hemos pasado de los roscones redondos de bizcocho con huevos a los pasteles esponjosos llenos de polluelos y coronados con pastillas de chocolate que tienen la cara de Leo Messi o Peppa Pig, claro está. A mediados del siglo XIX, cuando era normal que los catalanes se vistieran como si fueran a cantar caramelles cuando no iban a cantar caramelles, también empezó a ser normal que los panaderos y pasteleros inventaran nuevas formas de mona, convirtiéndose en Christians Escribàs de la época, pero sin tanta parafernalia ni marketing de aixecacamises. Fue así como las monas empezaron a presentar ornamentos de azúcar caramelizado, almendras garrapiñadas, confituras, crocante y anises plateados, aparte de huevos de Pascua pintados.
Celebrar la vida con garnaldas y caramelles
Si tanto para los romanos como para los árabes ya era tradición ofrendar pasteles, dulces y frutos secos, seguramente no inventaron nada nuestros antepasados del siglo XVI cuando por Pascua decidieron celebrar la resurrección de Jesús cantando por las casas y masías de los pueblos, recibiendo de los propios vecinos huevos, fruta o un porrón de vino. Así nacieron las caramelles, unos cantos corales que el Domingo y Lunes de Pascua siguen llenando de música, fiesta y desenfreno las calles de la mayoría de pueblos de Catalunya, aunque ser caramellaire tenga una fama justita en nuestros días y la chavalada del país considera que es una actividad menos guay que participar en el casting de Euforia. La tradición dice que después de cantar, la gente se reunía para hacer una comida con todo aquello que habían recogido por las casas y comían la mona juntos la tarde del Lunes de Pascua, como una especie de 'tardeo' avant-lettre que en la actualidad sigue celebrándose, pero con mucha menos participación, dado que la tradición se ha sustituido por otra actividad: pasar la tarde dentro de un coche y celebrar la Operación Retorno.
Uno puede alejarse de las caramelles, pero las caramelles nunca se alejan de uno mismo, ni siquiera en un atasco en la AP7, especialmente si se han cantado desde pequeño en el Pla del Penedès y llevas toda la vida oyendo que el gran impulsor de las sociedades corales en Catalunya veraneaba en el pueblo. Personalmente me gusta pensar que de pequeño esperaba con deleite el día de cantar caramelles gracias a Josep Anselm Clavé, personaje clave de la cultura catalana, un hombre que potenció el asociacionismo entre las clases populares mediante los grupos de canto. Aparte, claro está, de pasar veranos en mi pueblo, enamorarse de una planense y acabar escribiéndole un poema horroroso como Las flors de maig que un servidor, de pequeño, cantaba todos los Lunes de Pascua antes de hartarse de mona, ya que tenía dos. De todos los grandes contrastes de Semana Santa, la duplicidad de monas sigue siendo todavía hoy un tema candente, ya que en el Penedès no solo está el árbol de La Font de l'Esteve, en mi pueblo, que está representado en el Palau de la Música sobre la estatua de Clavé, sino que también hay una mona sui géneris con nombre propio y que es todo un tesoro del patrimonio culinario comarcal: la garlanda.
La garlanda, creada en Vilafranca del Penedès alrededor de 1907 en la Fleca Parés, es una coca hecha de brioche de panadero que tiene forma circular y estéticamente no parece nada del otro domingo, pero contiene un ingrediente secreto que es capaz transportarte a otro planeta: la matalahúga remojada con anís. Dicen que aparte del recubrimiento de azúcar, en un origen se engalanaba también la coca con los huevos de Pascua, por eso decían 'coca de panadero engalanada', nombre que derivó rápidamente en 'garnalda', ya que en Vilafranca saben levantar castillos más arriba que nadie, pero también hacer evolucionar procesos fonológicos con la velocidad en que se cae un 4 de 10 con folre i manilles. De pequeño, mi padrino me regalaba monas de chocolate inmensas como una bombona de butano y mi tía del Pla, que no era madrina mía ni nada, me regalaba al mismo tiempo una garlanda con tantos huevos como años tenía. Si la Semana Santa era un contraste de todo, aquellas dos monas representaban la estética contra el sabor, el manierismo contra la profundidad, la globalización contra el localismo, la modernidad apoderándose de la tradición contra la tradición resistiéndose a la modernidad.
Ahora ya hace años que mi padrino no me regala la mona y desde que cumplí trece años mi tía Juanita ya no aparece por casa con una garnalda llena de huevos, pero por suerte ya no soy aquel niño pequeño que no entendía nada y con los años he acabado comprendiendo que ver a chiquillos fascinados delante del escaparate de las pastelerías no tiene ya nada que ver con un hombre clavado en la cruz por ser un revolucionario, pero en cambio, por suerte, un par o tres a veces el año, cuando un viernes acabo agotado la semana y siento que la vida me ha pasado por encima, compro una garlanda en el mes de octubre o febrero, cuándo nadie piensa en Semana Santa, empiezo el sábado desayunando aquello que era una mona y que ahora es un roscón que se vende todo el año, saboreo un trozo, noto todas las hierbas aromáticas fundiéndose dentro del paladar, |siento que me lleno de energía y pienso que todavía hay muchas cosas de la vida que no entiendo, pero que si alguna cosa tengo clara es que la garlanda, sea o no sea ya una mona de Pascua, es la manera más revolucionaria de celebrar la vida y resucitar la felicidad.