Hemos quedado para comer a las dos en punto. Salimos de la Seu d'Urgell, dejamos el coche en la gasolinera de Montferrer y nos subimos al coche de Montse y Albert. Si lo llego a saber, cojo el casco, ¡hostia, cómo le mete la tía!, no llego entero al restaurante ni de broma —pienso—, además, me mareo siempre que no conduzco yo mismo. Pues no, quizás por la conversación, por el paisaje que ya anuncia la primavera o por el hambre que traemos, que, como quien no quiere la cosa, llegamos a Sort sin salirnos de la carretera y, en pocos minutos, nos encontramos en la pequeña villa medieval de Gerri de la Sal, declarada bien cultural de interés nacional, situada al sur del Pallars Sobirà y conocida por las salinas que le han dado el nombre a la villa y que tiempo atrás la convirtieron en una potencia económica gracias al comercio de la sal.
Cruzamos el pueblo por los pequeños callejones empedrados hasta el restaurante Wagokoro, ubicado dentro de una antigua casa pallaresa del siglo XVIII, donde Anna y Kenya nos dan la bienvenida sentándonos en la pequeña barra en torno al chef, con espacio únicamente para ocho comensales, donde ya nos esperan Xavi y Glòria y una pareja de Olot. Cabe decir que venimos con muchas ganas, porque la reserva la hicimos hace seis meses, ya que encontrar sitio en el Wagokoro no es nada fácil. Anna y Kenya tenían un restaurante en Barcelona cerca de Gal·la Placídia, les funcionaba muy bien, pero con el tiempo quisieron cambiar de vida y decidieron venir a vivir a Gerri de la Sal y montar el restaurante en la casa familiar de Anna, nos confiesan que aquí están muy felices y que ha sido la mejor decisión que han tomado nunca.
Como tenemos sed, pedimos una cerveza artesana hecha en la Pobla de Segur a la vez que Anna nos explica que probaremos un menú degustación sorpresa de cocina japonesa hecho con productos de temporada, unos de proximidad, otros auténticos japoneses, pero todos de gran calidad. Mientras tanto, el chef, Kenya, se arremanga.
Abrimos el baile con una ensalada de escarola con pulpo, puerro confitado, que lleva una vinagreta de miso por encima con cebolla y bolitas de arroz tostado. Nos recuerdan que no es de mala educación levantar el plato y acercárnoslo a la boca si nos conviene, dado que los japoneses comen sin pan. No lo ha acabado de decir que automáticamente todos nos arrimamos al plato para limpiar las bolitas de arroz.
Llenamos las copas de un Taleia blanco del Castell d’Encús, un vino de altura hecho con sauvignon blanc que hay que probar en alguna ocasión, igual que hay que visitar las bodegas de Raül Bobet con su ermita, el poblado románico y los lagares de piedra excavados manualmente en la roca en el s. XII donde actualmente fermentan algunos de sus vinos.
Llegan tres platillos en una bandeja; el primero, con caballa marinada; el segundo, con judía tierna y nueces de Sort y, por último, medio huevo de gallina feliz con la clara medio cocida y la yema medio cruda con un poco de soja y acompañado de dos cabezas de gamba roja fritas. Los tres son excelentes.
A continuación, comemos la merluza hecha al vapor con una crema de brócoli, shiitake y un poco de jengibre fresco rayado que le proporciona un toque picante.
Continuamos con una tempura de alcachofas con langostinos con su salsa y unas espinacas frescas con tofu frito y queso serrat hecho con leche de oveja de la reconocida quesería Casa Mateu de Surp, el pueblecito, donde, por cierto, Mariano y Silvia tienen Lo Paller del Coc, un restaurante imprescindible.
Saboreamos una excelente sopa de miso para hacer bajar el festival antes de que lleguen las piezas de sushi.
El chef, con aquella tranquilidad que caracteriza la cocina japonesa, nos muestra sus habilidades haciendo unos sushi de gambas, atún, anguila y serviola o pez limón con huevas de salmón, que son una maravilla y que nos vamos zampando a la vez que los va preparando.
Hacemos un brindis por el sushi, por la comida en general, pero también por el chef y Anna y el buen rato que nos han hecho pasar. Acabamos con los postres hechos con té macha y anko, un dulce japonés elaborado con judías, con el cual en realidad se rellenan los dorayakis, conocidos en nuestro país gracias a Doraemon, el manga creado e ilustrado por Fujiko F. Fujio.
Mientras preparan las infusiones y los cafés, aprovecho para tirar unas fotos con la cámara, es en este preciso momento cuando Roger, el chico de Olot, me pregunta, todo serio, por qué motivo hago todas las fotos con flash, me explica que tanto él como su pareja son profesores de fotografía y que lo habían estado comentando —¡oh, Dios mío!—, y para acabarlo de arreglar, ella me suelta, con una sonrisa, que de ser alumno suyo, no me habría aprobado. Durante un instante se hace el silencio y acto seguido estallamos a reír. Qué razón tienen, mis fotos no suelen ser nada del otro mundo, así que les agradezco el consejo y hacemos juntos el último brindis, despidiéndonos hasta la próxima vez.
Damos un paseo para digerir y nos acercamos, por el puente románico que atraviesa el río Noguera Pallaresa, al monasterio de Santa Maria del siglo XII, que se encuentra justo delante del pueblo, unos restos del románico catalán que nos acarician mientras aprovechamos el calor de los últimos rayos de sol.