Hoy, las normas urbanísticas y sanitarias son feroces y no admiten muchos matices. Nada de gallinas ni gallineros en las ciudades, porque se supone que son insalubres y el coco de la gripe aviar y vete a saber qué más. Pero la abuela de Albert tenía uno en la terraza de casa, en la calle del Carme de la Seu, y los abuelos de Montse otro en Sant Boi. Era una manera excelente de obtener proteína económica y de gran calidad, y una manera de reciclar avant la lettre. Todavía resisten a la ruralidad, a las bordas y a las granjas, como una reliquia feliz de los tiempos de la autarquía. Las gallinas son resilientes, fáciles de cuidar, unas grandes devoradoras de lo que sea: restos de ensalada, de la paella de los domingos, de pan seco remojado…

No por comunas dejan de ser unos animales fascinantes, que han acompañado a la humanidad desde los inicios del neolítico. Tienen una mirada cien por cien dinosáurica, un comportamiento social peculiar —sobre todo cuando corre un gallo por el gallinero—, y una diversidad de razas sorprendente. El momento en que se acuestan es el que marca con precisión atómica la frontera sutil entre el día y la noche, como el hilo blanco del sabbath de los judíos. Solamente con que fueran cinco veces más grandes, serían temibles, unos monstruos con plumas escapados del parque jurásico, y no habría zorro ni azor ni garduña que osara atacarlas.

Huevos gallinas alimentos granja / Foto: Albert Villaró y Montse Ferrer
Nada de gallinas ni gallineros en las ciudades / Foto: Montse Ferrer

Imaginémonos un gallo de aquellos tan virolados que tuviera el tamaño de un avestruz: la evolución es sabia y dimensionando la proporción nos ha ahorrado algunos quebraderos de cabeza y un predador implacable. Las gallinas, además, no son especialmente simpáticas. Se animan, a veces, y te miran siempre con una mezcla suspicacia y superioridad. Pero ponen huevos, que son uno de los milagros de la biología, el embalaje perfecto, sin fisuras, de una geometría fascinante. Una obra maestra del diseño, que nos hace pensar que, en alguna banda, el Ingeniero Supremo trabajó un buen rato para perfeccionarlo, y todo para poder regalarnos con los dos platos de nuestro top 10 particular: los huevos fritos y la truitada, con patatas y cebolla: quien fuera quien los inventó merecería le dedicaran monumentos y calles y plazas con su nombre, al lado de Newton, Fleming, Bohr y Einstein (que están infrarrepresentados en el nomenclátor).

En el Pirineo hay unas cuantas iniciativas de crianza respetuosa de gallinas, con espacio, aire libre y anchos horizontes

Las gallinas ponen huevos con insistencia / Foto: Albert Villaró y Montse Ferrer
Iniciativas de crianza respetuosa de gallinas al aire libre / Foto: Montse Ferrer

Las gallinas ponen huevos con una insistencia sorprendente —y aquí la intervención humana y la selección ha estado determinando. Mucha gente de ciudad no acaba de entender cómo funciona el proceso, y muchos todavía piensan que es necesaria la intervención de un gallo. Y no. Ponen porque sí, cada día, o casi cada día. Si viven en un entorno natural, en invierno pondrán menos, porque tienen menos horas de luz. Y de aquí llora a la criatura, porque las pobres gallinas, en los tiempos industriales, han sido desplazadas del entorno familiar, donde eran libres y felices, paseando por la era, para ponerlas en unos terribles campos de concentración, donde no se pueden ni mover de las jaulas verticales, donde hay luz las veinticuatro horas del día, donde son explotadas sin piedad y, así que empiezan a reducir la productividad, son eliminadas sin ninguna consideración. Son las granjas intensivas: si compráis huevos en la tienda, llevarán el código 3 impreso sobre el huevo. Eso no puede ser. Por suerte, cada vez hay más criadores que priman el bienestar de las gallinas sobre la productividad: los códigos 1 y, especialmente, el 0, que indica la producción ecológica.

Huevos gallinas alimentos granja / Foto: Albert Villaró y Montse Ferrer
Las gallinas ponen huevos con una insistencia sorprendente / Foto: Montse Ferrer

En el Pirineo hay unas cuantas iniciativas de crianza respetuosa de gallinas, con espacio, aire libre y anchos horizontes. Por ejemplo, en Calbinyà, formidable mirador sobre Urgellet, hay un proyecto estimulante, que saca adelante al joven Pere Roca. Después de atravesar la laguna Estígia del reglamentario calvario burocrático, capaz de derrotar al más voluntarioso y resiliente de los emprendedores, Pere hace poco que tiene todos los permisos necesarios y ya comercializa —en rigurosa venta de proximidad— los huevos. De momento ha empezado con trescientas gallinas, que campan contentas por la pradera, esperando que muy pronto lleguen nuevos contingentes, hasta las ochocientas gallináceas previstas. La empresa, y no podía ser de ninguno de otra manera, con una audaz maniobra de branding, se llama ‘Amb Un Parell’ (Con Un Par). Con este nombre, el éxito está asegurado.