Sí, todo el mundo está de acuerdo en el hecho de que los meses de agosto y de septiembre representan el cuerno de la abundancia —la cornucopia, el cuerno de Amaltea que Zeus, en un ramalazo de furia, destruyó. Que todo aquello que has plantado o sembrado acaba —si no ha pasado nada anómalo, que siempre puede pasar (es decir, una calamarsada)— para dar fruto. Que tienes tomates, calabazas de todas las clases, remolachas, que coges las patatas, que con tanto amor sembraste por Sant Josep. Lechugas, acelgas, puerros y cebollas, maíz, sandías y melones. Es igual: la sinfónica del huerto ha preparado el tutti, el allegro fortissimo con todos los instrumentos de la orquesta botánica, antes de iniciar una lenta cadencia que culminará con el silencio invernal, un silencio que romperán los calçots, las coles de picadillo, las espinacas y los ajos, pero con un pianissimo, lento grave.

Mientras tanto, llega, como quien no quiere la cosa, el otoño. De entrada, parece que no, que nada se mueve. Pero un día voces que las hojas de las plantas de cornejo que hay cerca han empezado a cambiar de color, que las del sauce que hay en la entrada de la borda del Joanet, de un día por el otro, se han vuelto amarillas. Seguirán los chopos, los alisos, los árboles de ribera, cerezos y manzanos y acabarán —son los más tardíos— los robles, con aquella dignidad de los veteranos. Todavía no caen —tendremos que esperar en noviembre—, pero el proceso es irreversible y se ve cómo progresa adecuadamente cada día.

El otoño y la naturaleza / Foto: Albert Villaró y Montse Ferrer
El otoño y la naturaleza / Foto: A. V. y M. F.

Hay gente a la que el otoño lo pone melancólico. Son legión los que se lamentan con vehemencia del cambio de hora, que les saca un ridículo rato de luz por la tarde, pero que, en contrapartida, hace que la mañana sea un poco más amable. Si nos dejaran decidir, aplicaríamos manu militari la hora solar y la flexibilidad horaria, para que todos nos adaptáramos a los ritmos de la biología y de la astronomía y nos dejáramos estar de romances. Sabemos que es imposible, que las fábricas y las oficinas tienen sus regulaciones y que los trenes de cercanías se tienen que ajustar a un horario para poder incumplirlo con aquella alegría. Pero a la naturaleza le es igual. Ella va haciendo, a la suya.

El otoño y la naturaleza / Foto: Albert Villaró y Montse Ferrer
Higos y más higos / Foto: A. V. y M. F.

Y suerte tenemos. Un paseo hasta el molino y volver —dos kilómetros y medio, según por donde pases— te permite confirmar que hasta diciembre no te morirías de hambre. En las zarzamoras que crecen al pie de los márgenes todavía hay alguna mora madura —o 'moriques', como dicen aquí, para distinguirlas de las moras de árbol, que son tan buenas y dulces como antipático e inmortal es la zarza que las produce. Después ya encontramos los nogales. Si por Sant Joan recogimos nueces verdes para hacer la ratafía, ahora las que se quedaron en el árbol (la inmensa mayoría) van cayendo. Sí, los cerdos se las comen —y, si vas por el camino a partir de la hora oscura, puedes oír como las rompen con las muelas, pero siempre quedan para el consumo humano. No son como las de California, ni falta que hace: más pequeñas, más tiernas, con un sabor delicadísimo, llenamos los bolsillos de la chaqueta como si fueran las mejillas de una ardilla. También hay manzanas y peras de variedades antiguas, pequeñas y más bien feas —sobre todo las peras, que están abolladas y de piel de viejo—, pero que esconden todos los sabores del terroir.

Paseado otoño Foto Albert Villaró y Montse Ferrer (1)
El cesto lleno de manzanas / Foto: A. V. y M. F.

De subida, hacemos una breve visita a la higuera de la borda de casa Toni. Tenemos permiso de Joan para coger tantas como queramos, un privilegio que administramos con prudencia y moderación. Obviamos los complicados protocolos que siguen para ser polinizadas y para que podamos comer las flores (que, en el estado, digamos salvaje, necesitan el concurso de una especie de avispas particular para cada variedad de higuera). Los higos son uno de los grandes regalos del otoño. Como lo es el verdadero tesoro de estas fechas: los membrillos. No hay fruta más bonita ni más olorosa, más discreta y resistente. Con ella haremos el alioli de membrillo. Escalivaremos bien escalivados un par de membrillos pelados, con una manzana o una pera (o con una pera y una manzana). Ajos, que vale más que sobren, que no que falten. Podemos poner un manojo de nueces, también, que le darán un aire como de pesto neocarlista. Aceite a tope y un golpe de túrmix. No hay nada mejor bajo la capa de este mundo de monas: es el compendio perfecto del otoño, la destilación de todos los aromas, de todas las cualidades de un octubre glorioso.