Hasta hace quince días apenas sabía que Montblanc era la capital de la Conca de Barberà y que esta villa guardaba alguna relación con la leyenda de san Jorge —se supone que fue aquí donde el noble caballero mató al dragón y todo el rollo—. Sin embargo, hoy puedo aseguraros que Montblanc es mucho más que sus pomposas murallas y que la comarca en sí misma es un lugar tan accesible como acogedor. No obstante, tratándose de nuestra desdichada patria, donde cualquiera se pasea impunemente con una barra de pan de gasolinera bajo el brazo, hará falta que extreméis las precauciones; y, por ejemplo, reservad una mesa en el Cúmul, situado en la concurrida plaza de Montblanc. De esta manera, evitaréis que os pase lo mismo que a mí: que os encontréis el restaurante lleno y que os tengáis que conformar con un bocadillo de km 1000 en cualquier terraza de esta plaza sin coches. Pero por suerte, al día siguiente todavía tienen mesa libre en el Cúmul. Y así empieza esta peripecia por Conca: con un bocadillo de plástico, dos copas de trepat y una reserva de restaurante.
En lugar de la clásica chocolatada con canciones de los ochenta, un DJ pincha música electrónica al lado de un chico que vende cerveza
El trepat es una variedad de uva originaria de la Conca de Barberà, según me dicen, la región vitivinícola más fría de Catalunya. Talmente como el pinot noir y alguna rareza más, con esta variedad se pueden elaborar vinos blancos, vinos tintos, vinos rosados y vinos espumosos, aunque los tres últimos estilos sean los más habituales. A grandes rasgos, se trata de una variedad ácida con la cual se elaboran vinos de baja graduación alcohólica con aromas a hierbas como el hinojo o el laurel, frutos de bosque como las fresas y un abanico de especias y pimientas (de Sichuan, de Jamaica, de Java, o de donde tú quieras). Esta versatilidad, sumada a una tendencia al alza de consumir vinos cada vez menos alcohólicos y al hecho de que el aumento de temperatura ocasionado por el cambio climático amenace con degradar una parte de la acidez de la uva, provoca que el trepat se abrace como una variedad de futuro. Y, por suerte mía, la querida periodista Ruth Troyano me ha conectado con dos de los baluartes del trepat en la comarca: las bodegas Abadía de Poblet y Succés Vinícola.
Jaume Pujol es el enólogo de la bodega Abadía de Poblet, que es una de las 15 bodegas que el Grupo Raventós Codorniu tiene esparcidas por el mundo. De entrada, reconozco que la atmósfera de este monumento histórico —el Real Monasterio de Santa Maria de Poblet, dentro del cual está situada la misma bodega—, no me cuadra con el talante de una multinacional de esta magnitud. Sin embargo, Jaume, que saluda a los frailes por su nombre mientras nos espera en la puerta, nos hace pasar con una naturalidad inesperada talmente como si la bodega fuera su casa. Y no es casualidad; dado que se trata de un proyecto tan pequeño que entre dos hacen prácticamente el trabajo.
Cuando me levanto al día siguiente me invade un sentimiento de culpabilidad terrible, al margen de unos pinchazos a los gemelos terribles también
Mientras remuevo la copa me divierto con sus anécdotas que explica sobre lo que implica hacer "vinos de monasterio", como ahora que los días que azufranan tienen que avisar a los frailes para que cierren las ventanas o que en fray Plàcid, de noventa y tres años, que es el antiguo enólogo del monasterio, escribía a mano cada una de sus etiquetas. No obstante, cualquier explicación sobre las viñas —la más joven tiene ochenta y cinco años— o la marca y el color de los coches de los campesinos que las trabajan —el señor Canela, por ejemplo, propietario de la viña vieja taladrado con qué se elabora el vino La Font Voltada, tiene un R5 de color naranja—, queda completamente eclipsada por la calidad y el carácter excepcional de sus vinos. Con productos así, no me extraña que ni informen a la clientela de que las uvas provenientes de las fincas del Monasterio tienen certificado ecológico, o que los vinos están elaborados con criterios de mínima intervención. Quiero decir, que cuando aquello que emociona y que te permite diferenciarte de la competencia está en el interior, ¿por qué redirigir los recursos con cualquier aspecto de la etiqueta?
Succés Vinícola nació el año 2011 de la mano de Mariona Vendrell y Albert Canela. Mientras nos dirigimos al edificio de la antigua bodega modernista de Pira, del arquitecto Cèsar Martinell, en las instalaciones de la cual han mudado parcialmente el proyecto —lo han comprado y conste que lo están restaurando sin ninguna ayuda de la Generalitat— me invade un prejuicio bien diferente esta vez. Resulta que sus vinos son puros; es decir, que están elaborados únicamente con uvas fermentadas, sin levaduras añadidas, ni sulfitos, ni aditivos de ningún tipo, ni están filtrados o estabilizados. Lo cual, demasiado a menudo, conduce a un abanico de sabores particulares, a veces tildados de "defectos" a causa de alguna posible oxidación o contaminación ocasionada por algún microorganismo. Sin embargo, en casa Succés Vinícola este debate no tiene mucho recorrido. Ya que, a pesar de tratarse de vinos deliberadamente naturales, estos también son vinos deliberadamente precisos, de aromas como afilados por un cuchillo y rotundamente equilibrados. Y conste que aquí, donde la acidez de los vinos corta la lengua literalmente por la mitad, el equilibrio es un reto al alcance de muy pocos.
Cuándo finalmente ponemos rumbo hacia la plaza, sin embargo, nos sorprende un acto político de la naturaleza menos habitual, del partido de Ramón precisamente
El sol ha empezado a caer y es momento de volver a Cúmul. Antes pasamos por la fonda Bohèmia Riuot, donde estamos alojados, y nos entretenemos con su propietario —Ramon de Domingo— que nos explica que al día siguiente, día de elecciones, se presenta como encabezando una lista independiente para las municipales del Poble. Cuándo finalmente ponemos rumbo hacia la plaza, sin embargo, nos sorprende un acto político de la naturaleza menos habitual, del partido de Ramón precisamente. En lugar de la clásica chocolatada con canciones de los ochenta, un DJ pincha música electrónica al lado de un chico que vende cerveza. Y, lógicamente, a pesar del hambre, nos instamos a hacer punta y talón durante un rato y a charlar con el grupo de bailongos y bailoteos que como nosotros dan la bienvenida en verano. Y así, casi sin darnos cuenta de ello, cae el sol y adoptamos una actitud de animales nocturnos.
Y a partir de aquí ya os lo podéis imaginar. Cuando me levanto el día siguiente me invade un sentimiento de culpabilidad terrible, al margen de unos pinchazos a los gemelos terribles también. En un momento donde este asunto —el de dejar tirado en un restaurante— se convierte en un foco de debate dentro del sector y se plantea de si, al margen del número de teléfono, no tendríamos que dejar también el número de tarjeta en el momento de concretar una reserva, va y la pifio de la peor manera. Por este motivo, he decidido escribir esta carta de arrepentimiento y pedir perdón por los daños causados y, si es que todavía soy bienvenido, reprogramar mi cita para compensar personalmente mi pecado imperdonable. Porque soy consciente os he hecho una putada, sin duda. Pero yo también me he quedado sin saborear vuestras maravillas. Así pues, os pido perdón y una segunda oportunidad.