Andrea no había nacido la última vez que el Nápoles fue campeón de Italia, pero me lo explica sin que se lo haya preguntado. Yo sencillamente quería saber si aquello que comíamos era caciocavallo o bien provola, ya que siempre confundo estos dos quesos de pasta hilada que visualmente son idénticos, pero cuando me detalla que la clave del uno y del otro radica en el tiempo de maduración, inevitablemente acabamos hablando de fútbol. "In catalano diciamo che la paciència és la mare de la ciència", le digo, por eso ríe mientras muerde unas olivas nocellara grandes como una pelota de golf y me comenta que de paciencia, desgraciadamente, va sobrado: desde el domingo que espera, pacientemente, el momento de celebrar el primer scudetto de su vida.

Salumi y olivas italianas por la noche del Top 50 Pizza.

Dice que estaba en el estadio Diedo Armando Maradona el domingo pasado, cuando el Nápoles tenía el campeonato en el saco si ganaba contra la Salernitana. De forma inesperada, sin embargo, el partido acabó con empate y la ciudad quedó congelada en el tiempo, cuando menos hasta la llegada de la siguiente jornada de liga. "El deseo de delirio se puso en reposo, como la fiebre del Vesubio", le digo en italiano que transcribo en catalán, ya que no soy Eduard Márquez, Guillem Sala o Andrea Genovart. Todo estaba preparado, los fuegos artificiales ya estaban a punto y los balcones llenos de banderas ya hacía días que teñían las calles del centro de Nápoles de color azul, pero habría que esperar unos días más. Concretamente hasta el pasado jueves 4 de mayo, es decir, el día siguiente de esta conversación con uno de los pizzeros de 50 Kalò, la pizzería napolitana de Ciro Salvo ubicada en Londres y que acaba de consagrarse como la tercera mejor pizzería de Europa.

"A diferencia de los romanos, nosotros hacemos la pizza a más de 400º y la tenemos escasos dos minutos en el horno", añade Pasquale, cocinero de la pizzería Pizzalulu de Fürth (Alemania), que ha quedado en quinta posición del ranking. "Piensa que estamos acostumbrados a disfrutar rápidamente de las cosas buenas, ¡esperar hasta mañana para ser campeones está siendo una tortura!", me comenta con aquella ironía desesperada de quién hace más de tres décadas que sueña con un momento concreto y para quién ahora, de golpe, cuatro días le parecen una eternidad. Los he conocido en la fiesta del 50 Top Pizza Europa 2023, que se celebra en el Green Spot de la Diagonal después de que previamente hayamos asistido a la entrega de premios en el auditorio MGS. Que el certamen de pizza más importante de Europa se haga en Barcelona es siempre gratificante, pero que además una pizzería barcelonesa como Sartoria Panatieri haya quedado en primera posición todavía lo es más.

La pizzería Sartoria Panatieri, la mejor de Europa fuera de Italia / Montse Giralt

Como me muevo hablando italiano, me choco con gente en la fiesta que me pregunta de qué pizzería soy, pero me limito a decir que no soy pizzaiolo, sino sencillamente un amante incondicional de la pizza que tras muchísimas cappricciosa y muchísimas quattro formaggi en la espalda, hoy ha tenido el honor de asistir como cronista de prensa a esta pequeña bacanal italiana. Todo el mundo hace cara de rezarle a San Gennaro, realmente, aunque casualmente los ganadores de la noche no vienen de Nápoles: Rafa Panatieri tiene raíces familiares en Calabria y la Toscana, pero se crio en Brasil, mientras que Jorge Sastre es madrileño. Su pizzería en Provença con Bruc ha convertido el Eixample Dret en el rincón de Europa donde se pueden comer, fuera de Italia, las mejores pizzas del continente.

El certamen excluye las pizzerías ubicadas en territorio italiano, ya que 50 Top Pizza celebra un concurso específico para decidir la mejor pizzería de Italia, pero lógicamente el 99% de los asistentes son italianos, y la mayoría de ellos napolitanos, puglieses o calabreses, ya que la pizza se ha convertido desde hace décadas en el principal elemento sobre el cual gira la diáspora del mezzogiorno italiano: detrás de cada pizzería que abre en algun rincón del mundo hay, a menudo, las manos y el esfuerzo de alguien que hizo las maletas para marcharse de casa en busca de un futuro mejor. "Yo no soy de Nápoles, soy de Reggio Calabria, pero quiero que el Nápoles gane la liga porque no es solo una victoria deportiva, sino también política", me dice Raffaelle, pizzaiolo de la pizzería finlandesa 450º. Inmediatamente me viene a la cabeza aquella pancarta en el campo del Verona, el día del debut de Maradona en la Serie A, donde se recibía a los jugadores del Nápoles diciéndoles "Benvenuti in Italia".

Una pizza margherita, de nombre y cromatismo eminentemente político. / Montse Giralt

Raffaelle habla con uno de sus compañeros y me parece oír que le dice no sé qué que pasó 'avandìri'. Le pregunto si aquello es calabrés, me dice que sí, le explico que en catalán decimos abans-d'ahir para referirnos a ieri altro y sonríe. "¡Al final todos tenemos un pasado común!", me dice. Tan común, en efecto, que según dicen los historiadores, la pizza se inventó en el s.XV en un pequeño obrador de la Rua Catalana de Nápoles, justamente la calle de la ciudad en la cual había los talleres de los artesanos catalanes. Más allá de eso, la primera vez que me di cuenta de que los antiguos ciudadanos del Reino de Nápoles eran primos hermanos nuestros fue hace unos diez años, cuando un buen amigo me invitó a ver un Nápoles-Juventus en la taberna Blau Cucine e Caffe, justo ante el Mercat de Santa Caterina. Cené una margherita deliciosa que todavía hoy es mi preferida del bar, el Nápoles empató con un gol de Hamsik y yo conocí un montón de barceloneses partenopeos que no solo habían aprendido el catalán, sino que incluso me parecía que tenían la misma ironía, el mismo humor y la misma visión del mundo que tenemos los catalanes.

"Yo llegué a Barcelona el año 88, poco después del primer scudetto de Diego", recuerdo que me dijo un napolitano de cinquenta años largos aquella noche, "y la única diferencia entre Barcelona y Nápoles es que Barcelona hizo unos Juegos Olímpicos que la catapultaron al mundo globalizado". Pocos días después de aquella conversación, un Afers exteriors con Miquel Calçada en Nápoles acabó de llamarme la curiosidad por una tierra que antes de la unificación italiana era la más avanzada de la península Itálica, pero que después ha quedado anclada al menosprecio, la mala fama y la mitología urbana de los bajos fondos. Una ciudad que antes de 1861 tuvo la primera instalación de luz eléctrica, el primer tren, el primer diario económico, el primer telégrafo, el primer observatorio astronómico, la primera escuela para ciegos, el primer barco de vapor, el primer sistema sanitario público o la primera institución de subsidio de paro para inválidos de Italia, por ejemplo.

Tifosi del Nápoles este jueves por la noche celebrando la tercera liga de la historia. / EFE

Una ciudad, sin embargo, que vio cómo el nuevo Reino de Italia sufragaba buena parte de los costes del Risorgimento con el espolio financiero del Banco de Nápoles y el Banco de Palermo, impidiendo así la revolución industrial que ya había empezado en el norte, donde finalmente la mano de obra que la llevó a cabo fueron precisamente los mal llamados terroni del sur que emigraron Reino de las Dos Sicílias arriba. Aparte, claro está, de una unificación cultural y lingüística que ha fomentado una diglosia extrema, impidiendo el uso público de las lenguas del sur, aquellas que la Constitución Italiana denomina con desprecio dialetti y que, por suerte, todavía mantienen millones de hablantes, aunque no existan medios de comunicación. Siendo catalán en España, se hace difícil no empatizar y sentir amor por los napolitanos y su historia, es evidente, por eso yo no sé si la Barcelona de antes de 1992 se parecía o no en a la Nápoles que he conocido, pero sé que cuándo voy a Nápoles o cuando hablo con un napolitano, siempre siento aquella genuinidad natural que tanto me cuesta percibir hoy en Barcelona y que solo encuentro en los archivos de TV3 cuando veo una entrevista a quién sé yo, Ramon Maria Calderé, o bien un reportaje sobre la última lechería de Gracia, con una vaca paciendo por Torrent de Vidalet.

El jueves pasado, el día siguiente de la fiesta del 50 Top Pizza, busqué a aquel hombre de diez años atrás en la calle Freixures, ante el Blau, donde centenares de personas celebraron por fin el tercer título de liga de la historia del Nápoles. No le vi, sin embargo. También pensé en Andrea, el chaval que había conocido el día antes mientras comíamos unas pizzas cojonudas y que nunca había sabido todavía qué quería decir ganar un scudetto. Sentí a napolitanos cantando 'O surdato 'nnamurato en Arc de Triomf, convertido por una noche en la Piazza del Plebiscito, y pensé que el himno espontáneo del Nápoles me recordaba a aquella frase de Vázquez Montalbán, ya que seguramente el ejército desarmado de la gran ciudad del sur de Italia también sea un equipo de fútbol que viste de azul claro. Un equipo tan especial y una ciudad tan mágica que tienen el poder, incluso, de secuestrar lo que tenía que ser una crónica gastronómica sobre la fiesta de la mejor pizza de Europa para convertirla en otra cosa. Quizás, mirándolo bien, porque la pizza es también sencillez, imperfección, alegría, calle, creatividad, color, vínculo con la tierra, fiesta, calor, sentimiento, humildad y seducción. Es decir, una metonimia de Nápoles.