Los Reyes me han traído una sandwichera que no había pedido y ahora no sé si utilizarla, ya que desde hace años soy un fiel defensor de la plancha o la sartén en el noble arte de elaborar 'bikinis'. Convendremos que el mundo se divide entre la gente que los prepara con máquina, un poco con esa desgana de quien bebe café con la Nespresso, y después hay quien los prepara al fuego, controlando la potencia de la llama o la vitrocerámica con la misma concentración precisa de un cirujano en una operación a corazón abierto. Puede parecer que exagero, pero la realidad es que detrás de un sencillo 'bikini' existe toda una alquimia que va mucho más allá de su sencilla apariencia, ya que un 'bikini' es mucho más que un bocadillo de pan de molde. Para la mayoría de catalanes, de hecho, es nostalgia, ilusión, ternura e identidad. En definitiva, cultura.

El sándwich de Proust

A pesar de no haber nacido dentro de nuestras fronteras, sin duda el 'bikini', llamado así, es patrimonio gastronómico de nuestro país. Su éxito es tan popular y transversal que se hace difícil conocer alguien que no haya comido nunca alguno. Dentro de esta transversalidad los hay que son hooligans bikineros y los hay que son simples consumidores espontáneos. Dentro del primer grupo, todavía hay una subdivisión más concreta: los que un día a la semana cenan eucarísticamente 'bikini' en casa y los que no. De los primeros, la subdivisión de la subdivisión se ramifica entre los que hacen del viernes un Bikini Day y los que optan por el domingo. En mi casa éramos del viernes, por ejemplo, por eso ir al colegio el último día de la semana tenía una ilusión extra, ya que aquella noche había fiesta grande en casa. Por lo contrario, todos los lunes había algún listillo que aparecía a la hora del patio con medio 'bikini' que había sobrado en su casa la noche anterior, y mientras jugábamos a fútbol con una pelota hecha de papel de plata, el afortunado en cuestión decidía aquel día no participar en el partido y se sentaba en un rincón degustando su 'bikini' del día anterior con la avidez hedonista de un emperador romano comiendo uva en medio de una bacanal.

La única foto de un 'bikini' que existe en el banco de imágenes Unsplash, con unos pepinos que no pintan nada.

Quizás es por este recuerdo infantil que todavía hoy comer 'bikinis' es una de mis particulares magdalenas de Proust. Nos hacemos mayores y llega un día que dejamos de pedir el menú infantil en los restaurantes, pero el 'bikini' es indemne al paso del tiempo, por eso asistir a una primera cita informal y pedirse uno es sinónimo de ternura, mientras que pedir macarrones con tomate y san jacobos, pongamos por caso, es equivalente a infantilismo y a tener un paladar inmaduro, digno de un niño que está aprendiendo las tablas de multiplicar. El 'bikini' es igual que el Dalsy, que no se olvida, y a la vez es la antítesis del flúor, ya que sí que se añora. Por suerte, sin embargo, es inmutable al porvenir de los años y cada día, en el bar de cualquier esquina, podemos comer uno sin que nadie se piense que sufrimos el síndrome de Peter Pan. Que figure en las cartas de casi todos los bares y granjas del país, curiosamente, también tiene relación con Marcel Proust: la primera vez en la historia que un sándwich caliente de pan de molde con jamón dulce y queso apareció escrito en algún lugar fue En la sombra de las chicas con flor, el año 1919, en el segundo volumen de La Recherche. En él, Proust no habla de bikinis, evidentemente, pero sí de un "croque-monsieur", que es el bocadillo originario, conceptualmente, del 'bikini' catalán.

El neologismo más amado de la lengua catalana

¿Por qué en nuestro país no decidimos nombrarlo Senyor Cruixent, que es lo que quiere decir en francés este sándwich aparecido por primera vez en París? Por una parte, porque antes de los años sesenta del siglo XX, los primeros bocadillos calientes de este tipo no eran de inspiración francesa, sino que eran los que emulaban el "cubanito" o "mixto": un bocadillo de moda en la Habana de principios de siglo, cuando con la invasión norteamericana de la isla, un curioso sandwich creado a finales del siglo XIX para venderse en los partidos de béisbol en Estados Unidos arraigó fuerte en Cuba. El "mixto" cubano empezó a ponerse de moda en España después de la Guerra Civil, pero en Catalunya no se convirtió en un mito con entidad propia hasta unas décadas más tarde, cuando en la mítica Sala Bikini de Barcelona hacían unos "croque monsieur" tan buenos que todo el mundo empezó a hablar de aquellos "bocadillos de la Bikini". Entre que en aquellos tiempos los anglicismos o afrancesamientos no estaban del todo bien vistos y que aquellos "croque monsieur" no llevaban bechamel encima, sin embargo, los famosos "bocadillos de la Bikini" pasaron con el tiempo a ser los 'bikinis' que todos conocemos, convertidos más tarde en biquinis por obra y gracia del DIEC.

Una estampa de la Sala Bikini de Barcelona a finales de los años sesenta.

Todavía hoy somos legión los que dudamos a menudo si se escribe bikini o biquini, pero lo que está claro es que el sándwich caliente de jamón dulce y queso generó uno de los neologismos más triunfadores de la historia de la lengua catalana, por eso nadie aquí dice mixto. He conocido castellanos que, a pesar de llevar años viviendo en Catalunya, no hay manera que entiendan qué es el seny, por qué los catalanes tenemos la manía de utilizar la doble negación o qué cojones quiere decir quedar en Barcelona en algún lugar del lado 'Besòs-montaña', pero, en cambio, desde el primer día en Catalunya dejaron de llamar mixto a lo que aquí se llama 'bikini'. Por desgracia, en el sentido contrario hemos sido muchos los que en algún momento de nuestra vida, de viaje a Madrid, hemos pedido un 'bikini' y algún camarero clavado al Manolo de l'Aquest any, cent! nos ha mirado con cara extraña, alucinando que alguien pretenda comprar bañadores femeninos en un bar donde sirven callos, rabo de toro y bocadillos de calamares.

El bocadillo sentimental

Nunca me ha hecho ilusión prepararme un bocadillo de calamares, pero cocinar un rabo de buey estofado o un capipota con garbanzos, en cambio, sí. Soy de los que cree que ponerse el delantal delante de los fogones es, en parte, un acto de homenaje a los otros. O a uno mismo, en caso de que uno cocine para comérselo solo él. Incluso en eso el 'bikini' significa un antes y un después en mi vida, como supongo que en la de muchos, porque durante un tiempo fue la única cosa que sabía hacerme para cenar cuando con doce o trece años empezaba a quedarme solo en casa, algún día. Seguía punto por punto todo aquello que le había visto hacer siempre a mi padre: un poco de mantequilla sobre el pan, un trozo de queso emmental Cadí, un trozo de jamón york, otro trozo de queso, una pizca de pimienta blanca y el tiempo justo en la sartén.

Un bikini partido por la mitad, como un verso roto.

Después, años más tarde y en la edad vital en que descubres el amor —es decir, la Verdad—, el 'bikini' fue protagonista inesperado en una de aquellas primeras noches eternas al lado de quien más amas. O en ese momento crees amar. No me da vergüenza recordarlo y explicarlo. Sencillamente tuvimos alguna cosa más que deseo carnal, como el que tenían los que bailaban en la Sala Bikini, por lo tanto, tuvimos también hambre como tal, igual que la debieron tener los que pedían 'bikinis' en la Sala Bikini. Me levanté de la cama para vestirme con algo, fui hasta la cocina de casa y preparé un 'bikini' con pasión y delicadeza, ya que no hay ninguna otra forma de hacerlo. Después, como había visto hacer siempre en la desaparecida taberna Tirol de Vilafranca, donde he comido los mejores 'bikinis' de mi vida, lo partí por la mitad, en diagonal, y me lo miré con la certeza de que era el mejor bikini del mundo. Fue entonces, en aquel preciso instante, cuando entendí lo que ya nunca más he olvidado: que hacer un 'bikini', en realidad, es un acto de amor.