Hay restaurantes en Catalunya que todavía tienen una carta de postres sin ningún lemon pie, ningunas torrijas o ningún cheesecake. Son difíciles de encontrar, casi tanto como las tòfones o los bares de Barcelona con más vinos del país que de La Rioja o Ribera del Duero, pero existen. Junto con el oso pardo del Pirineo o los arrendadores que no suben un 30% el precio a los inquilinos, los restaurantes con una carta de postres genuina y atada a la tradición culinaria están claramente en peligro de extinción. De puertas afuera son aparentemente locales normales y corrientes, pero en realidad son como un radiocasete, una enciclopedia de seis tomos o un termómetro de mercurio: existen, pero ya todo el mundo se ha acostumbrado a vivir como si no estuvieran. Más por desgracia que por suerte, la realidad es que encontrar un restaurante con postres autóctonos y precios sin un margen de beneficio del 500% se ha convertido, el año 2024, en una reliquia de otro tiempo.
Pensé todo eso hace pocos días durante una comida en Cal Pau Xic, un local tradicional de Sant Pau d'Ordal que cumple todos los típicos atributos de un restaurante casero, pero no solo por el hecho de que el adjetivo defina la tipología de comida que se da, sino también porque comer o cenar allí te hace sentir como en casa. Sé que es poco verosímil emocionarse y salivar observando una carta de postres, pero es lo que hice cuando me senté en la mesa y empecé a leer 'Nata nueces y miel', 'Flan de la casa', 'Fruta del tiempo', 'Queso manchego', 'Terrina crocanti', 'Músico', 'Copa Brasil' o el mejor de todos, 'Crema', sin la coletilla 'catalana' detrás. Como tiene que ser, ya que de crema, cuando se está en Catalunya, solo hay una. Más allá de esta fascinante retahíla de postres que recitada en voz alta provoca el mismo placer que oír un soneto de J.V. Foix incluido en Solo y de dol, lo más impactante fue comprobar el precio de las cosas: el postre más caro valía 4'10€, pero la inmensa mayoría oscilaban los 2€ o los 3€. Los ojos se me pusieron como naranjas y por un momento, de hecho, tuve que comprobar que no había viajado en el tiempo, me encontraba en el año 2016 y que sé yo, la camiseta de la Vía Catalana todavía servía para alguna cosa más que para sacar el polvo de los cristales.
¿En qué momento aceptamos que los postres, incluso los más básicos como un flan, una macedonia o un coulant costaran 6€ como mínimo? De la misma forma que leer aquella adorable carta antes de comer me dio ganas de pasar directamente a los postres y decirle a la jefa "porti-ho tot!", a menudo la abusiva tipología de precios de los postres lo que consiquen es lo contrario: me estropean una comida que hasta entonces había sido más que correcta y a las postrimerías, en el momento del dulce, se ha truncado por culpa de algún insulto en la cara como por ejemplo un 'carpaccio de piña' a 7€. Nada me gusta menos que acabar mal una cema, especialmente cuando el precio de los postres me obligan a abrir la aplicación del banco y tener que pedir un microcrédito para poder pagar unas 'texturas de mango en la lima'. Supongo que en esta Catalunya pretendidamente cosmopolita en la cual vivimos hoy, muchos creen que convertir la piña en almíbar de toda la vida en una piña cortada más fina que el jamón york es muy cool, pero por más mochis o pasteles red velvet que tengamos en las cartas de nuestra casa, sigo manteniéndome firme en la opinión que una coca de forner acompañada de un dedal de mistela, una mel i mató o unas torradetes de Santa Teresa son dulces tremendamente más innovadores que cualquier otra cosa, porque no hay nada más moderno que lo que es genuino.
A día de hoy tener carquinyolis amb moscatell en una carta de postres se entiende igual que ir a la gala de los Gaudí con barretina, sin embargo, por eso incluso los restaurantes familiares de toda la vida, aparte de cambiar las sillas de madera y los manteles de ropa por los muebles de diseño y el interiorismo made in Pinterest, también se han subido al carro de las cartas de postres en que lo más normal es cobrar 8€ por un tiramisú hecho a mano o 7€ por dos tristes bolas de helado industrial que quizás hace cuatro días que están en el congelador. Así se hace difícil acabar las comidas con una alegría en el cuerpo, a pesar de tener la barriga llena, y es una auténtica lástima porque los postres, históricamente, servían para lo que su nombre genuino en catalán definía: para ser unas darreries o un fi de taula. Así, de estas dos maneras, los nombramos desde el siglo XIV, que es cuando más o menos la clase acomodada de la época empezó a coger la costumbre de comer fruta, frutos secos, mazapanes o algún preparado láctico en las postrimerías de un banquete, hasta que después del Decreto de Nueva Planta se nos fueron a la mierda muchas cosas, incluidas el nombre de las darreries.
En las darreries del siglo XVIII, nunca mejor dicho, el 'postre' castellano -derivado del latín postremus cibus, que quiere decir posterior a la comida- fue tomando fuerza justo en el momento en que socioeconómicamente también el hecho de engullir alguna cosa dulce después de comer empezó a ser más transversal. Podríamos habernos afrancesado y decir desert, como hacen los ingleses o los italianos gracias al dessert francés, que viene del verbo desservir y describe el acto de desparar la mesa, pero no fue así. Aunque Pompeu Fabra y Joan Coromines nunca vieron con buenos ojos el uso del término postres porque derivaba del castellano, la cosa fue como fue y hoy día ir a un restaurante y encontrarse una carta donde diga darreries es prácticamente impensable. Por desgracia, casi tan difícil como pretender comer unos postres sin acabar la comida con las manos arriba ante el terrible atraco que supone pagar más de mil pesetas por un bizcocho de pa de pessic con chocolate y almendras al que, per postres, encima hay que llamar brownie.