Ir al valle de la Vansa es una pequeña aventura, vengas de donde vengas. Los que viven allí ya están acostumbrados. Como la salida natural, que es la que sigue el curso del río, afluente del Segre, atraviesa un fenomenal e impenetrable desfiladero prepirenaico, no se puede hacer nada más que llegar por collados: Colldarnat —por Muntan- el collado de Bancs, viniendo de la Seu, el de Cerneres, por Gósol y el de Port, desde el Solsonès. Y todavía hay otro: el collado de Ares, por una pista precaria, viniendo por la Alzina de Alinyà. Que sirva este breve exordio geográfico para hacer ver que el valle es singular, con mucho carácter. Vaya, que no es un valle cualquiera ni lugar de paso. De entrada, porque es la que vigila las vertientes del sur del Cadí (que parecen suaves e inofensivas, pero déjalas correr), y eso no es poca cosa. Y después, (aunque eso no sea muy importante) porque en aquellas vertientes se fueron replicando el 25% de los genes del 50% del dúo que firma esto. Pero bueno, no hemos venido a explicar las batallitas genealógicas de Albert (no acabaríamos nunca) sino a hablar de jalo, que es lo que nos interesa.

Es, sin exagerar, uno de los pueblos más bonitos y fotogénicos del país

Vista de la montaña desde Josa foto Montse Ferrer
Vista de la montaña desde Josa / Foto: Montse Ferrer

Todo el periplo que seguimos —pasando por Cerc, el Ges, Fórnols, Cornellana y Tuixén—, son como las etapas necesarias para ir a Josa, en un recorrido que no se hace largo porque la recompensa lo vale. Josa del Cadí, dicen en el nomenclátor, pero con Josa pelada ya tendría que bastar. Es, sin exagerar, uno de los pueblos más bonitos y fotogénicos del país, por donde habían campado los señores de Josa, unos conspicuos caballeros filocátares que hicieron ir de capa caída todo el establishment feudal de los siglos XII y XIII. Cuando llegas desde Tuixén, remontando el río, y te lo encuentras de repente, en la sombra del Cadinell, tan piramidal y bien puesto, enmarcado por una escenografía casi wagneriana, que no se pueden dejar de sentir algunos escalofríos de orden sensual y evanescente, como hubiera dicho Josep Pla si alguna vez hubiera puesto los pies allí.

Quesería Serrat Grande foto Montser Ferrer
Quesería Serrat Gros / Foto: Montse Ferrer

Mientras hay vida y hay cabritos y corderos y terneros hay esperanza

En Josa está el restaurante de Ca l'Amador, una experiencia de primera categoría, de la cual ya hemos hablado en alguna ocasión. Sin embargo, como no es nuestro negociado estricto, y la cocina formidable de Diego Alías no necesita apologetas, tenemos un objetivo alternativo, igualmente nuclear, uno de aquellos destinos por los cuales vale la pena hacer el viaje: la quesería Serrat Gros. Sí, la mítica marca de Eulàlia Torras, quesera pionera, que desde el 2006 llevan Mercè Lagrava y Raül Alcaraz, que recogieron el testigo y han mantenido unos excelsos niveles de calidad que se materializan en un montón de premios recogidos por todo el mundo, que, por cierto, tiene forma de queso (de bola). Lo podemos decir y defenderlo allí donde haga falta: los quesos de Serrat Gros son estratosféricos. Los Lagrava-Alcaraz protagonizaron el salto de Ossera a Josa, pero sin moverse del valle. El rebaño de cabras —un centenar, de raza alpina— lo lleva Raül, con Dolors, que los ayuda a la hora de pacer. Pocos productos como los quesos tienen esta conexión con la naturaleza.

Quesos de Serrat Grande foto Montse Ferrer
Quesos de Serrat Gros / Foto: Montse Ferrer

Es la expresión perfecta del círculo de la vida, tal como cantaba el viejo Elton: las cabras, con la intervención del macho cabrío, gestan y paren cabritos, producen leche, de la leche se hacen los quesos y la rueda vuelve a empezar, incansable: desde hace ocho mil años que lo hemos hecho más o menos de la misma manera, y Raül y Mercè son los depositarios de una cultura de producción que mantienen con una voluntad indestructible y una determinación insólita, porque en el mundo de hoy, una propuesta tan firme y radical tiene un encaje complicado. La feroz burocracia agraria, una dedicación —casi un sacerdocio— a tiempo completo, la espada de Damocles del relevo generacional o el reto de encontrar a alguien que comparta la misma pasión y sacrificio y pueda tomar el testigo: son peajes demasiado caros. Pero hasta que les llegue el tiempo de la dulce jubilación, podemos probar todo lo que hacen en casa Jepet: el Serrat Gros, lo Cadinell, lo Pebrat, requesones, tupins y yogures. Todos siguen la ley de la tierra: la leche de primavera es más fina que la del otoño, que es más grasa, y los quesos tienen sutiles diferencias de sabor a lo largo del año. Es el modelo más radical y arraigado, el queso fermier, cada vez más rara avis en el panorama quesero actual. No son los únicos, ciertamente (así, de memoria y siguiendo criterios de proximidad se nos acuden el Baridà, Vall de Meranges, casa Majuba, Molí de Ger...). Y es que mientras hay vida y hay cabritos y corderos y terneros hay esperanza.