Ahora hace cuatro años estábamos confinados. No sé si se acuerdan, pero fue muy grande, tan que probablemente todavía no hemos calibrado suficiente las consecuencias. Había unos militares de uniforme que cada tarde pasaban revista a la población y controlaban a los ladrones de naranjas, un tal Salvador Illa hacía de ministro de Sanidad, había una incertidumbre general, mascarillas caseras, redes de solidaridad, un montón de normas, protocolos y certificados de autorresponsabilidad, de rigor variable en función de cómo evolucionaba la pandemia. Todo el mundo tiene su historia particular de aquellos meses inciertos. Algunas fueron muy trágicas, otros han pasado al recuerdo de la gente en forma de anécdotas, de aquellas que se explican a las sobremesas como las historias de la mili.

El día antes del confinamiento estábamos haciendo plantel. Es decir, que empezamos el ciclo del huerto desde el inicio, sembrando semillas en contenedores pequeños para hacerlas germinar en un invernadero, esperando el momento, ya más avanzada la primavera, de trasplantar el plantel al suelo del huerto. Cebollas, tomates, pimientos, remolachas, judías, berenjenas... Se puede comprar ya hecho, claro está, pero hace más gracia prepararlo en casa, porque controlas mejor las variedades, las cantidades, puedes escoger mejor el momento preciso para plantarlo.

Las hortalizas recogidas del huerto / Foto: Albert Villaró y Montse Ferrer

Sin embargo, ay, el departament de Interior y el conseller Buch no nos dejaban ir a los huertos. Estaba prohibido, y los Mossos te podían dar un garrotazo en forma de sanción si ibas. Las autoridades quizás se pensaban que los huertos domésticos eran reservorios del virus, que los hortelanos aprovechaban que salían a la naturaleza para devorar pangolines contaminados y que aquellos ratos al aire libre eran contrarios a los criterios que regían el sentido común y a la salud pública. Iban pasando los días y las semanas y aquellas pequeñas semillas del plantel fueron creciendo. Si se dejaba pasar el tiempo, toda la temporada se perdería.

Repasando —es un ejercicio extenuante— los whatsapps del tiempo de la pandemia del grupo del pueblo donde tenemos el huerto, vemos como ya en los primeros días de abril circulaba un documento donde se exigía que se levantara la prohibición de acceso a los huertos de autoconsumo, con un formulario para recoger adhesiones. El 5 de abril, que era el Domingo de Ramos, el Govern modificó los criterios: en un perfecto idioma burocrático, se nos decía que se podía acceder a los huertos siempre que se cogieran «productos necesarios para el autoabastecimiento», si había «animales que se tienen que cuidar» y si era «una actividad económica».

Tener un huerto es tener un tesoro / Foto: Albert Villaró y Montse Ferrer

Por todo el país se oyeron grandes suspiros de alivio, porque todos los que íbamos a los huertos a escondidas, ya no teníamos que hacerlo como si fuéramos unos ladrones. Seguro que desde los despachos barceloneses no se había calibrado la trascendencia que tienen los huertos en las zonas no asfaltadas del país, que es muchísimo. Lo que está claro es que si no se hubiera levantado la prohibición se habría producido un movimiento de revuelta popular que ríete tú del levantamiento redención del siglo XV.

Desde los despachos barceloneses no se había calibrado la trascendencia que tienen los huertos en las zonas no asfaltadas del país. Si no se hubiera levantado la prohibición se habría producido un movimiento de revuelta popular que ríete tú del levantamiento redención del siglo XV

La flor de la alcachofa en el huerto / Foto: Albert Villaró y Montse Ferrer

Esta historia, de solo hace cuatro días, es un recordatorio de cómo de importantes son los huertos domésticos y qué poco espacio ocupan en el imaginario colectivo. Tener un trozo de huerto es un tesoro. Es un laboratorio, un taller, un templo. Mantenerlos es una afirmación de soberanía. Son espacios de resistencia, donde la tradición y la sabiduría ancestral conviven con la innovación, con la aplicación de nuevas técnicas de cultivo. En los últimos años, se ha hecho un esfuerzo titánico por recuperar el patrimonio agrario autóctono con la reivindicación de variantes perdidas (y todas tienen nombres singulares, como tomates largos, nariz de bruja popa de cabra, calabaza serpiente de Sicilia o lechuga crío de alforja).

Colectivos como Eixarcolant han hecho un trabajo enorme en este sentido, y han proporcionado a las nuevas generaciones de hortelanos herramientas y conocimientos adaptados a los tiempos convulsos que vivimos. Un huerto es una reserva, una promesa, un voto de confianza en el futuro. Una escuela de paciencia y botánica, de ingeniería hidráulica y de geología aplicada. Una universidad hecha de tierra, bledos y acirates donde converge todo lo que el hombre ha aprendido sobre la naturaleza, y no es poca cosa.

Antes de todo, hacer el plantel / Foto: Albert Villaró y Montse Ferrer

Y, last but not least, probablemente los huertos serán los últimos reductos donde penetrará la inteligencia artificial: ya solo por eso, tendrían que ser considerados, todos y cada uno de ellos, bienes culturales de interés nacional, reservas espirituales de la nación. Y no lo decimos en broma.