Corrían los años setenta cuando Miguel Plaza abrió el restaurante Can Fusté a escasos metros del Camp Nou; curiosamente, el mismo año que Johan Cruyff fichaba por el Futbol Club Barcelona. Desde entonces el idilio del club y su afición con el restaurante ha sido apasionante. Recordad que fue el año 1981 cuando unos encapuchados a punta de pistola secuestraron al futbolista del Futbol Club Barcelona Enrique Castro, Quini, camino del aeropuerto. El famoso futbolista era en aquel momento el pichichi de la Liga y el Barça iba segundo en la clasificación, a dos puntos del Atlético de Madrid, contra el cual se tenía que enfrentar la semana siguiente. Como algunos recordaréis, el Barça perdió el partido y también la Liga. Y ahora os preguntaréis: qué cojones tiene que ver toda esta historia con Can Fusté, pues durante el secuestro este restaurante se convirtió en el centro de operaciones policiales, dado que Quini vivía en el piso de arriba. Finalmente, y como sabéis, 25 días después fue liberado por sus secuestradores, por suerte, sano y salvo; pero mientras duró el secuestro, Miguel Plaza, más de un día, le subía la comida a su mujer. Después, Quini, agradecido, fue cliente del restaurante para siempre. Sin embargo, el idilio se ha perpetuado y por sus comedores han desfilado personajes como Cruyff, Kubala, Alexanco, Schuster, Pep Guardiola, Piqué, Andrés Iniesta o Carles Puyol, pero también Laporta o Ter Stegen.
Con la muerte de Miquel Plaza el año 1989, su hija Maria, que entonces estaba estudiando Medicina, lo deja todo y se pone al frente del negocio con su pareja Carlos Fernàndez, ahora los ayuda su hijo Carlos Jr. Y la cocina es territorio del chef Isaac Aragall que de joven pisó, entre otros, la cocina del Via Veneto. En definitiva, un buen equipo para celebrar los cincuenta años de la apertura del restaurante con la clientela.
Para abrir la comida, Carlos nos llena la copa de un priorat hecho en Porrera. El Iroik 2022, un vino joven con el 70% de syrah que encuentro muy goloso.
Empezamos con el bonito de costa cortado en tataki con soja y cocinado en zuke con rocoto, que es un picante peruano, y brotes de cilantro; está espectacular. Continuamos con las judías de Santa Pau salteadas con butifarra y calamar, un mar y montaña de manual al cual le falta un poco de temperatura, aun así, tierno y bueno.
Rompemos el ritmo con el cremoso de patata, huevo a baja temperatura, pan japonés frito y trufa de invierno que nos ralla Carlos delante de nosotros para después mezclarlo todo, y también el salteado con rebozuelos y trompetas de la muerte y huevo poché.
Cerramos la comida con un espectacular bacalao al pilpil suave de miel con fondo de patata y sobrasada, haciendo un brindis para celebrarlo. No podemos olvidar nunca los clásicos, no nos lo podemos permitir. Habrá que volver pronto para probar su jamón de Guijuelo cortado a mano curado un mínimo de cinco años que acompañan con un pan de la panadería Balmes, la paletilla de cabrito cocinada a la antigua, las mollejas de ternera, los callos tradicionales, el solomillo de ternera al café de París o los pescados que traen directamente de la lonja de Barcelona.
Carlos me pregunta cómo vamos de hambre y nos tiramos de cabeza a los postres con unas fresas con pimienta y helado de vainilla que son una delicia y un pastel de pera con toffee y pistachos caramelizados. Lástima, sin embargo, que no juegue el Barça, porque ya que estamos al lado, alargaríamos los digestivos hasta la hora del partido.