La primera vez que pisé el Via Veneto fue en los años ochenta con mi familia. De esa primera visita recuerdo haberme quedado impresionado en cuanto crucé la puerta, con el diseño belle époque, en el que no faltaban cortinajes, cuadros, maderas nobles, dorados y espejos modernistas llenando las paredes. Sus mesas, impecablemente vestidas con sus manteles de hilo y una vajilla y una cubertería espléndidas, no dejaban indiferente a nadie. Recuerdo también a Josep Monje y al equipo de entonces, velando en todo momento por el buen funcionamiento de la sala y por el éxito de la cena. De la comida recuerdo poca cosa, únicamente que era deliciosa y que esperé casi media hora para que el Soufflé al Grand Marnier saliera del horno, ya que cometimos el error de no pedirlo al inicio de la cena; aunque la espera valió la pena.

Entrada al Via Veneto / Foto: Víctor Antich

Con los años he vuelto al Via Veneto en varias ocasiones, y de todas las visitas guardo muy buenos recuerdos. Algunas eran celebraciones especiales, pero otras sencillamente eran para disfrutar de una buena comida en un lugar emblemático que forma parte indisoluble de la historia de la ciudad.
El Via Veneto se inauguró en el año 1967. Como la historia del local queda reflejada en un libro publicado este año por la editorial Planeta, obviaré explicar su vida y milagros, solo puntualizar —para los que no estéis al tanto— que actualmente es Pere Monje, hijo del fundador y propietario, Josep Monje, quien dirige el local con gran destreza, con el reconocido chef David Andrés como jefe de cocina, liderando un equipo joven y dinámico que hace las delicias de los clientes. Hay que decir que el chef estuvo casi una década de jefe de cocina en el triestrellado Abac de Jordi Cruz.
Pues bien, como iba diciendo, hoy decido reservar mesa en el Via Veneto e inaugurar oficialmente la temporada de caza, cansado quizás de nuevos locales con propuestas idénticas entre sí y, en la mayoría de casos, aburridas, por no decir insulsas.

Aperitivos. Vía Veneto / Foto: Víctor Antich

Ya en la mesa —por cierto, en el comedor no cabe ni un alfiler—, me llenan la copa de l’Avi Arrufí, un vino blanco fermentado en barrica DO Terra Alta en mágnum, que embotellan expresamente para ellos, elaborado al 100% con la variedad de garnacha blanca. A continuación, aparecen los aperitivos, con una nube de mojito, una gelatina cuadrada de mejillón en escabeche, una patata suflé con salsa brava y un tartar de salchichón y tomate.

Ensalada de pez limón. Vía Veneto / Foto: Víctor Antich

Como no me aclaro con la carta y la idea era probar cuanto más mejor, hemos decidido de común acuerdo con Pere hacer medias raciones de aquellos platos que me apetecían más, sin mirar la carta.
Así, empezamos con una ensalada de pez limón curado con garo de cítricos con tomates semisecos de payés y un sorbete de albahaca muy fresquito, acompañado de un cóctel Virgin Mary elaborado con el agua del propio tomate, que me voy bebiendo mientras me como la ensalada.

Pato a la sangre. Via Veneto / Foto: Víctor Antich

Continúo con el tartar de cigalas y gambas con ensalada Waldorf y sorbete de apio, mientras delante de mí deshuesan un pato, pasando sus huesos por una de las seis prensas que tienen en el restaurante —todas ellas macizas, y cada una con sus peculiaridades— para preparar la famosa receta francesa del pato a la sangre. Esta prensa en concreto es una de sus preferidas, me comenta Pere; la adquirieron en un reconocido restaurante de Barcelona que cerró hace tiempo. Todas son prensas exclusivas que cuidan y miman mucho y, por suerte, las que hacen trabajar habitualmente.

Pannacotta con alcachofas. Via Veneto / Foto: Víctor Antich

Con la pannacotta de cebolla escalivada con alcachofitas del Prat, minicalçots, anguila del Delta confitada y un poco de romesco, hacen un homenaje a las verduras de temporada y de proximidad. Saboreo el plato mientras observo los cuadros que están colgados en la pared de enfrente. Uno es del Liceu, con perspectiva desde el escenario hacia el público, donde la soprano situada en la corbata del escenario recibe la ovación del público, vestida con una túnica hasta los pies. Me imagino una función de Ana Bolena del siglo pasado, quién sabe. En el otro cuadro, parece que sale Josep Monje en el comedor del propio Via Veneto preparando unas crepes Suzette, pero de lejos no me alcanza la vista y no se aprecia exactamente.

Coulant de seta de Burdeos. Via Veneto / Foto: Víctor Antich

Me llega el coulant de seta de Burdeos, queso Reixagó del Lluçanès, nueces y yema de huevo de Calaf, que es toda una explosión de sabores. En la carta siempre tienen un coulant relacionado con la temporada, pronto presentarán el de alcachofa, me comentan. Cambiamos de vino a L’Enclòs de Peralba, un vino del Penedès fruto de un pequeño proyecto de Roc y Leo Gramona.

Perdiz guisada. Via Veneto / Foto: Víctor Antich

También la perdiz roja, un ave muy apreciada en algunos sitios, pero poco habitual en los restaurantes. En esta ocasión, es de origen francés, particularmente de los bosques de Chambord. En el VV la preparan guisada a la manera tradicional y acompañada de trinxat de la Cerdanya, con un resultado espectacular, muy sabrosa y tierna.

Liebre en la royale. Vía Veneto / Foto: Víctor Antich

Encaro la recta final con uno de los platos más emblemáticos del Via Veneto y una receta clásica de la cocina francesa del siglo XVIII, la liebre a la royale con castañas de Viladrau y un consomé, también de liebre, servido en copa de coñac. Es, sin duda, una de las mejores liebres a la royale que puedes probar en nuestro país. Por cierto, la última vez que la probé fue en la gala Michelin 2024, que —como sabéis— se celebró en Barcelona. Para la ocasión, me sirven un Gran Cruor del Priorat con algo más de cuerpo, hecho con syrah y cariñena.

Soufflé al Grand Marnier. Via Veneto / Foto: Víctor Antich

De postre, me traen un merengue relleno de helado de vainilla y cítricos y el magistral Soufflé al Grand Marnier, que en esta ocasión he tenido la previsión de pedir en cuanto he llegado.
En conclusión, Via Veneto es uno de los restaurantes más queridos de la ciudad, gracias al ambiente que se respira, al trato que te dispensan Pere Monje y todo su equipo, y a su cocina maravillosa —clásica y contemporánea a partes iguales— y donde el chef David Andrés brilla con luz propia. Vale la pena recordar que por sus salones han desfilado en los últimos cincuenta años todo tipo de famosos, artistas, políticos, deportistas y empresarios. Imagínate, pues, si las paredes hablaran... o quizás mejor que no.