Albert, a principios de los años noventa, bajó en un rai por el Segre. El primero que lo hacía desde los años treinta. Fue una experiencia liminar, iniciática. Un antes y un después. Con algunos de los últimos riaers de Coll de Nargó, bajaron desde el Rasper de Fígols hasta el puente de Espia. Los profesionales tenían mucho mérito, porque ciertamente es una temeridad intentar navegar por las aguas bravas de los ríos pirenaicos con aquellas estructuras imponentes, hechas de troncos de pinos, roble y abedul.
Albert hizo fotos muy bonitas de toda la singladura, pero no se ahogó de milagro. A pesar de todo, sentimos por los rais y por los raiers, patrimonio inmaterial de la humanidad, una admiración y un respeto infinito. Es por eso que un restaurante que se llame El Raier tiene, de entrada, muchos números para que nos guste. Es así. No tenemos nada en contra El Caliu, Can Cagampena, el Onorata Società, o el Celler de Fulano, pero un Raier siempre tendrá un rincón en nuestro corazón. Además, está en la Pobla de Segur. ¿Qué tiene la Pobla que nos guste tanto? Oh, muchas cosas y todas buenas. Ya hemos hablado aquí mismo: la Ratafía de los Raiers, la cerveza C-13, y tantos amigos como tenemos. A partir de ahora, tendremos que incorporar un ítem nuevo a los atractivos de la Pobla.
Clàudia Gozzi y Jaime Bes son dos cocineros jovencísimos que pueden presumir de un currículum estratosférico: Hisop, Nandu Jubany, Dos Palillos, Mugaritz...
Bueno. Vamos por faena. El Raier es un experimento vital: una pareja que decide que, como decía el añorado Paco Martínez Soria, «la ciudad no es para mí», y deciden ser los amos de su fortuna probando suerte en un proyecto de restauración en un lugar pequeño, con una cocina audaz que busca producto local de calidad y lo transforma con gracia e inteligencia. Más o menos como unos ilustres colegas vecinos, Anna y Kenia del fabuloso Wakogoro de Gerri, Noguera arriba, que es uno de nuestros sitios de referencia, como el Paller del Cóc de Surp, con Mariano y Silvia. En El Raier, los protagonistas de esta aventura —no todo el mundo se atreve— son Clàudia Gozzi y Jaime Bes, dos cocineros jovencísimos y que, con las experiencias sumadas, pueden presumir de un currículum estratosférico: Hisop, Nandu Jubany, Dos Palillos, Mugaritz...
Siempre hemos defendido que la verdadera categoría de un restaurante se mide en relación con la calidad del pan que ofrece
El local es pequeño, un bar reconvertido: está en la barra, precisamente, donde se produce la magia y donde empieza el espectáculo. Ya en la entrada, el primer impacto: Clàudia nos hace el pan. Siempre hemos defendido que la verdadera categoría de un restaurante se mide en relación con la calidad del pan que ofrece. Cuando te ofrecen un panecillo precocido y congelado, echa a correr y no mires atrás. En el caso de El Raier, el pan es de matrícula de honor. Encontrarte los panes fermentando, ver cómo te los cuecen en frente no tiene precio. Una vez sentados en la barra —hay mesas al fondo, pero si vamos en pareja o grupos pequeños, mucho mejor a primera línea— solo hace falta consultar la carta, que cambia a menudo, o, especialmente, dejarse llevarse por lo que ven estos ojos mortales. Llega un momento, queridos lectores, en que la capacidad de decisión es una cosa sobrevalorada. Qué mejor que llegar a un restaurante donde sabes que comerás bien y decir: «trae lo que quieras». Eso sí que es la libertad y no el libertinaje de la carta, que muchas veces no es nada más que el sometimiento a las manías personales y limita la capacidad de sorpresa y exploración. Y es precisamente eso lo que encuentras en El Raier: platos originales, bien hechos, perfectamente cocinados y presentados.
Además, con un gran abanico de posibilidades (y a un precio más que razonable, todo se tiene que decir). Una cosa que se tiene que agradecer es que no se cierran al producto del mar, por muy pallarés que sea el restaurante y muy pallaresa (y moderna) la cocina que proponen. Hoy no hay excusa para no tener pescado de primera allí donde sea (pero Madrid será, por los siglos de los siglos, el mejor puerto de España). Cuando fuimos, en el pico del verano, había cinco entrantes —ay, aquella ostra Gillardeau con tártaro de vieira. Entre los platos principales, un poco de todo, pero con el recurso constante al producto de los huertos de los vecinos, de los proveedores de confianza. Calabacines con burrata y pesto, sashimis, ventresca con salsa de sésamo, escórpora a la plancha, ternera de casa Masover. Y cuatro posibilidades de postres, muy deliciosos. Pero quizás no hay que dedicar mucho espacio a la carta. Cuando volvamos —que volveremos— ya ni la pediremos. Lo que quieran les estará bien.