Este artículo será un remember when en toda regla. Es lo que ocurre en estas fechas señaladas, que son propicias para la melancolía más o menos reglamentada. No sé si aquí ha sido dicho alguna vez que Albert tiene el oficio de pastelero, por herencia familiar. Bien, es posible que esta afirmación sea un poco exagerada, pero en estas cuestiones (como en otras) es mejor no decirle lo contrario. Él está convencido de que ahora mismo podría empezar a trabajar como pastelero en cualquier obrador y la realidad —imaginamos— tiene que ser mucho más compleja.
Pero sí que es verdad que desde su más tierna infancia y hasta los años 90 trabajó fines de semana y todas las vacaciones en el negocio familiar, que era la celebérrima pastelería Cadí, de la Seu d'Urgell. Todavía hoy, cuando ya hace más de treinta años que la traspasaron (y todavía continúa en activo), Albert tiene los ritmos biológicos condicionados por el exigente calendario pastelero. Por Pascua el trabajo era infernal, y Albert se cuidaba en exclusiva de la producción del bizcocho que se convertía en tanta cuánta mona como salía del obrador. Eso suponía un ritmo frenético, casi industrial, una cadena que empezaba a girar el Lunes Santo y no se acababa hasta la hora de las coplas del Domingo de Gloria.
Por la Fiesta Mayor de la Seu —el último domingo de agosto—, la cosa todavía era peor porque no había un producto principal, sino que era un sálvese quien pueda: algunos querían pasta seca, otros hojaldre, los de más allá dulces y tocinillos, brazos de gitano, sopas de la reina (especialidad de la casa) o aquel pastel con nombre de tenor que le decían Massini. Si a eso añadimos que el trabajo en el obrador pilló a Albert en plena adolescencia y primera juventud, y que las expansiones propias de la edad eran del todo incompatibles con los regímenes horarios de la pastelería, tenemos que concluir que no lo tuvo fácil. Visto con la debida perspectiva, de que es como se tienen que ver las cosas, ahora recuerda sin ninguna negatividad aquellas noches pasadas en blanco, mientras se dormía al lado del horno por donde saldrían los primeros cruasanes del día, la cosa más deliciosa que nunca ha probado.
Durante las fechas de Navidad era una época de trabajo intenso, pero sin los picos obsesivos del resto de momentos. Por Fin de Año hacían el pastel de la cena del hotel el Castillo y en general el trabajo estaba controlado hasta que llegaba la vorágine de los roscones de Reyes. Albert era el encargado de preparar, cortar y distribuir la fruta confitada, que llegaba vía un mayorista de Tàrrega en latas de cinco kilos, que después reconvertía poniendo un papel de estraza y una goma tensora para hacer los tambores de una batería improvisada. Había cuatro ingredientes: naranjas, cerezas, pera y una cosa verde y estirada que aseguraban que era melón, pero ni el sabor ni el color acababan de corroborarlo. El resto era relativamente sencillo: una masa buena de brioche con huevos y harina de fuerza, y un mazapán que molíamos con almendra marcona y azúcar bajado de Andorra de contrabando.
No había más misterios. Bien, solo uno: el emplazamiento exacto del rey y del haba. El padre de Albert se vanagloriaba de saber en qué segmento del roscón se encontraría cada cosa, según los pliegues y etcétera. Albert cree que ha heredado esta habilidad (pero no es cierto: no lo adivina nunca). También es verdad que si bien la corona de cartón dorado que acompaña el roscón es colocada con toda solemnidad en la cabeza de quien haya tropezado con el rey, en un acto de extraña filiación monárquica, nunca se ha visto que quien haya mordido el haba haya pagado el roscón, pero vivimos todos instalados en esta ficción.
Había cuatro ingredientes: naranjas, cerezas, pera y una cosa verde y estirada que aseguraban que era melón, pero ni el sabor ni el color acababan de corroborarlo. El resto era relativamente sencillo: una masa buena de brioche con huevos y harina de fuerza, y un mazapán que molíamos con almendra marcona y azúcar bajado de Andorra de contrabando
Hoy los roscones de Reyes todavía aguantan muy bien la embestida de los tiempos modernos. Es verdad que los panetones han hecho mella en el imaginario pastelero navideño, pero no han ganado la batalla. Sí que en los roscones se ha puesto de moda la biodiversidad y nos encontramos rellenos de crema, de nata, de trufa... Son necesarias concesiones a la modernidad. Pero todavía podemos encontrar por todas partes roscones que se habían hecho, como toda la vida. Nuestros amigos de Ca la Xata de Estamariu nos han permitido recuperar, ni que sea por un momento, aquellas remotas memorias, porque los hacen como se habían hecho toda la vida, con esta mezcla de memoria, ilusión y gusto por el trabajo bien hecho. Seguimos sin resolver, eso sí, el misterio de la verdadera naturaleza del producto que se esconde bajo la etiqueta de melón confitado. La verdad, como decían aquel par, está allí fuera.