Hace millones de años, en la era secundaria, donde ahora emerge la desdichada península Ibérica había un mar salado, la de Tetys. Cuando se secó, dejó un mar de sedimentos: yesos, arcillas... y sal. Cuando la placa Ibérica chocó con la Eurasiática, para crear el Pirineo, hace ochenta millones de años —lustro arriba, lustro abajo— estos sedimentos antiguos quedaron comprimidos, magullados, desplazados, aplastados, removidos: todas estas maniobras violentas con que la geología putea los estratos y los geólogos. De vez en cuando, en las montañas hay surgencias de estos depósitos de sal, que puede tomar la forma de roca —como en Cardona y en Súria- o bien, por el paso de una corriente de agua que la disuelve, como fuente salada. Es el caso de Gerri, el de Vilanova de la Sal y el del Salí de Cambrils, en el municipio de Odèn, en el norte silvestre y prepirenaico del Solsonès, a una altura de 1100 metros, entre rocas calcáreas y conglomerados montserratinos. No se tiene que confundir este Cambrils con el otro de la costa, como ha pasado a menudo desde que la gente vamos por el mundo como corderitos obedeciendo las instrucciones del GPS.
Como los humanos necesitamos la sal para un montón de funciones básicas (para el buen funcionamiento del órganos, para conservar alimentos, para complementar la alimentación del ganado...) desde aquello que dicen la noche de los tiempos, quién tenía una fuente de agua salada, tenía un tesoro. Cuando había una fuente salada se obtenía la sal por evaporación, que parece un procedimiento sencillo, pero que tiene su intríngulis. Los centros productores de sal eran centros de poder: que lo pregunten sino a los duques de Cardona y a los abades de Santa Maria de Gerri.
Los afloramientos más modestos y con poca producción servían sobre todo para el abastecimiento local, hasta que los borbones y la Nueva Planta pusieron toda la sal hispánica en el estanco: es decir, que su producción y comercialización estaba controlada por el estado y pobre de ti que osaras hacer sal sin permiso. A Cambrils enviaron a cinco funcionarios —los siniestros «guardias del resguardo»- para evitar que los cambrilenses hicieran lo que habían hecho toda la vida. Naturalmente, se las ingeniaron para llevarse agua de la fuente y hacer sal a escondidas, y de paso hacer un poco de contrabando por importunar el ministerio de Hacienda. Esta situación se acabó en 1869, y a partir de este momento todo el mundo que pudo se puso a hacer de salinero.
La fuente salina de Cambrils es una ganga. Tiene una densidad salina elevadísima, de trescientos gramos por litro, que puntúa solo un poco por debajo de la del Mar Muerto, mucho más salada que, por ejemplo, la de Gerri, que solo tiene ochenta. Y es prácticamente pura: cloruro de sodio y nada más, el célebre ClNa que salía en los libros de química. Después de unos años de abandono y de una reconstrucción modélica, ahora el agua salada baja por unas canalizaciones de madera de pino hacia las eras, unos espacios enladrillados, donde el calor del sol se cuida de evaporarla —tres dedos, ponen, en cada serie— y producir unos doscientos ochenta kilos de sal inmaculada a cada sesión. Total, que es muy recomendable la visita guiada por Sílvia, que lo hace muy bien, y después intentar sumergirse (cosa imposible) en la piscina de agua de la fuente Salada. Saldremos con la piel tan suave, que, si fuéramos un poco más chapuceros, ahora pondríamos alguna comparación burda, seguramente relacionada con novicias o bebés.
De la sal que se obtiene —y que se puede comprar allí mismo, en formatos diferentes (flor de sal, sal gruesa, sal fina, sales aromatizadas)— se abastecen varios artesanos. Cal Senzill de Bellpuig, que hacen conservas; dos queserías: el Músic de Navàs y la quesería del Miracle, y la carnicería de cal del Monegal del Pi de Sant Just, además de algunos restaurantes del movimiento Slow Food. Todo impulsado por la juventud y la iniciativa de Sergi Casals y Marta Martin, pasteleros de formación, que llevan desde el 2020 con ilusión y eficacia la compleja gestión de las salinas, la piscina marmórtica y el Gastrobar la Teuleria, un espacio perfecto para, una vez nos hayamos enjuagado de la sal que nos ha transformado la piel en otra cosa que no reconocíamos, recuperar fuerzas y confianza en el futuro de los lugares pequeños y con carácter.