Lo tenemos que admitir: las setas nos dan rabia. Mucha. Nos molesta (o incómoda, más bien) su extraña condición: no son exactamente plantas, no son animales, ciertamente, pero no sabemos cómo funcionan, qué bio-lógica se esconde detrás de su apariencia singular. No sabemos a ciencia cierta dónde saldrán, ni cuándo, ni por qué. Con mucha constancia, somos capaces de intuir si en aquel bosquecillo se harán: una vez somos en su sitio, solo nos atrevemos con los cuatro contados que conocemos, por transmisión oral de padres, padrinos y vecinos entendidos, a los que acudimos con dudas como si fuéramos al Oracle de Delfos.

Los níscalos, obviamente, los boletus —si tenemos suerte—, las llanegas negras, las carretillas, las patas de perdiz, rebozuelos, trompetas, setas de carrerilla, colmenilla, rebozuelos anaranjados y para de contar. Conociendo estos, ya pensamos que somos los Jean-Jacques Cousteau de la micología aplicada. Y cuando pasa que, como este otoño, ha habido una explosión casi cámbrica de todo tipo de funga —se dice así, de la hacina de hongos—, los buscadores de setas están desconcertados y sin ánimo. Sospechamos que el Ingeniero Supremo no diseñó tanta diversidad biológica solo por el gusto de experimentar con formas y texturas, y que en realidad es una prueba que el Creador nos ha puesto para que nos distraigamos y no hacemos otras fechorías. A la fuerza tiene que haber muchos que sean comestibles y, quizás, en justa correspondencia, más tóxicos de los que nos parece que hay.

Setas / Foto: Albert Villaró y Montse Ferrer

Pero suerte tenemos que, una vez más, en el marco de uno de los talleres del ciclo "Cata de Oficios" de la Fundació Planas Corts, viene Marc Casaboch, del colectivo Eixarcolant, al rescate. Quedamos un resplandeciente sábado de octubre dispuestos a aprender muchos datos valiosos. Recorrimos los encinares que hay en torno a Segalers y la Creu de la Boïga, bajamos hacia el torrente de la Roca de la Guardia y atravesamos el serrado hacia el despoblado de Castañas, y el pinar que hay sobre la casa, para volver al punto de partida por el serrado de los Cortals y la vertiente occidental del Far. Atención: los topónimos son inventados. O no.

Nos molesta (o incómoda, más bien) su extraña condición: no son exactamente plantas, no son animales, ciertamente, pero no sabemos cómo funcionan, qué bio-lógica se esconde detrás de su apariencia singular. No sabemos a ciencia cierta dónde saldrán, ni cuándo, ni por qué

De entrada, Marc nos consoló: tenemos un país que es la meca del buscador de setas, con una diversidad extraordinaria de hábitats, cada uno con su botánica particular. Eso ya lo sospechábamos, pero de vez en cuando nos lo tienen que recordar. Un poco de teoría: una seta es un carpidor comestible que producen algunos hongos —no todos. Y hay tres tipos: los saprófitos (los que descomponen material orgánico), los simbióticos (los que se alían con las raíces de un árbol, como los níscalos) y los parásitos (estos seríamos nosotros, si fuéramos setas). E imaginamos que Ustedes —como nosotros— pasamos de largo de los encinares si podemos encontrar un bosque de pinos cerca. Error.

Un paseo por aprender mucho sobre los setas / Foto: Albert Villaró y Montse Ferrer

En un paseo de tres kilómetros hay absolutamente de todo. Mataparents, mollerics y mollerons, carlets y pimpinelas, frioleros, y mucosas de encina. Incluso oronjas, la famosa Amanita cesarea, que no se habían visto nunca por estos lares (o los que los habían cogido no lo habían revelado), pampaioles y pampetes. Setas de tinta, deliciosas, pero que no se tienen que mezclar nunca con alcohol. Los espectaculares apagallums. Tres tipos de gorros verdes o russula, tres. Russula delica, sí (pero no los que sueltan un poco de leche cuando los cortas). Y los huevos del diablo (que, a pesar del nombre, se pueden consumir si son inmaduros). ¿Y qué me dicen de los pedos de lobo? Son buenísimos, pero solo cuando son tiernos.

Más y más setas / Foto: Albert Villaró y Montse Ferrer

Naturalmente, acabamos mareados, con la sensación que, con tanta información, salimos del bosque sabiendo menos que cuando entramos. Solo sabemos que no sabemos nada. Es una impresión falsa, ciertamente, porque el conocimiento se adquiere con paciencia y sedimentación. Pero la semilla ya está plantada. La espora, mejor dicho. Y lo que nos impresionó más fue descubrir, justo cerca del camino, un ejemplar precioso de Amanita phaloides, la temible harinera borda, la seta que dicen que tiene un sabor admirable, pero que si te lo comes, te deshace el hígado y te mata, sin que se pueda hacer gran cosa si no se llega a tiempo. Aquella amanita, surgida orgullosa al pie de una encina, con su anillo, el sombrero amarillento, el aroma inofensivo, es el memento muera, el recordatorio que, a la naturaleza no todo es tan bonito como parece y que nosotros, humanos prepotentes y sabiondos, estamos aquí de paso y, cuando nos hayamos extinguido, todavía habrá setas (saprófitas, parásitas o simbióticas) que brotarán cuando los eructe y se reirán de nosotros, tan creídos, tan vulnerables, en el fondo.