"No, gracias". Esta es la frase que he repetido más veces en los últimos dos meses. Como consecuencia, no puedo contar las ocasiones en que me he sentido juzgado, observado e intimidado en los anteriores 50 días por, una vez y otra, declinar el ofrecimiento de alcohol. Miradas extrañas, abusadoras, sorpresas... Todos con una cerveza o un cubata en mano y yo (y mi rostro asqueado) con un vaso de agua en la mano. Incluso, he llegado a probar la cerveza sin alcohol con aires de disimular. Horroroso. El cenit del autoengaño, supongo.
La experiencia de eludir el alcohol durante dos meses
Permitidme una advertencia antes de proseguir. En ningún caso lo que pretendo es hacer una disertación llena de gozo en torno al alcohol o, en todo caso, animar a la gente a abrazar una botella de vino diariamente. Simplemente, describir las peripecias (poned el adjetivo que queráis) que me han acompañado a lo largo de 50 días pintiparados sin oler el alcohol.
Dedicarse al periodismo gastronómico y sobrevivir al último año de carrera, todo en las puertas del verano y a arrebozar de fiestas populares. Estas condiciones no han hecho sino que empeorar y dificultar la experiencia, conduciéndome al límite y llevándome a descubrir mis propios extremos con el alcohol. Fiestas mayores, celebraciones de la entrega del Trabajo Final de Grado, una graduación universitaria, todo el mes de julio, varias convocatorias de prensa en restaurantes... Todos estos actos y acontecimientos sin una buena copa de vino o una(s) cerveza(s) es pesado de soportar, como mínimo. Eso es lo que he descubierto. Y me alegro.
Me alegro porque me he podido dar cuenta del alto punto en el que el alcohol (y, sobre todo, la cerveza) está intrínsecamente impregnado en la sociedad. Exageradamente, incluso. Un sistema que te pregunta reiteradamente por qué no tienes en la mano un vermú y que, por contra, te mira con piedad y tristeza el Aquarius de limón que sostienes forzosamente con toda la clemencia del mundo, es un sistema que tiene inconscientemente inherente el alcohol en el día a día. Y, yo, por prescripción médica y, por lo tanto, por obligatoriedad ajena a mí, me he visto apartado de esta rueda y he podido analizar qué implica no beber alcohol durante 50 días. Y sí, se puede sobrevivir sin tomar ni una gota de alcohol durante siete semanas y un día.
Me he podido dar cuenta del alto punto en el que el alcohol (y, sobre todo, la cerveza) está intrínsecamente impregnado en la sociedad. Un sistema que te pregunta reiteradamente por qué no tienes en la mano un vermú y que te mira con piedad y tristeza el Aquarius de limón que sostienes forzosamente con toda la clemencia del mundo, es un sistema que tiene inconscientemente inherente el alcohol al día a día.
Desconozco cuántos días podría haberlo alargado. De hecho, no quiero ni pensarlo. Ahora bien, la cerveza y el alcohol son vida. Siempre con medida, claro está, pero es el acompañante silencioso, confiable, agradable y espontáneo que nos reconforta muchas tardes y noches del año. Amamos el alcohol porque amamos la vida. Porque tenemos que encontrar esa vertiente de la copa de vino que nos da un extra positivo, y no negativo. Alcanzar esto es el éxito vital al que podemos soñar. Esta es la filosofía que debemos esparcir y transmitir. Y, sobre todo, que nadie tenga que sobrevivir nunca más a 50 días sin tomar ni una gota de alcohol.