A pesar de lo señorial del barrio de Sant Gervasi, y de lo aspiracional del nombre del bar, entre la parroquia de El Yate se cuentan, así a simple vista, más truhanes que señores. Se trata de uno de los locales más sorprendentes de la zona, por su paisanaje, su decoración náutica, la simpatía golfa de sus camareros y lo aguerrido de sus especialidades culinarias y combinados etílicos. Y en esta reserva espiritual del occidente barcelonés, conservadora de sus esencias más preolímpicas, he citado al inefable Hans Laguna, filósofo y doctor en Sociología, a la par que fogueado músico y productor de discos de la escena musical independiente, con cuatro álbumes en solitario en su haber, y acompañante del cantautor Nacho Vegas como instrumentista en sus giras. A este rutilante currículum hay que añadir la reciente publicación de Hey! (Contra, 2022), una lúcida y amenísima disección, profusamente documentada, de la figura de Julio Iglesias como conquistador pop de las Américas, más allá del personaje del papel cuché, del hiperbronceado baladista que encandiló a las madres, del copulador en serie y de la caricatura en la que hoy se ha convertido por vía memesca.

Hace unos años se viralizó una imagen de Julio, tomada en 1986, en la que aparece sentado a manteles en su avión privado con camiseta de tirantes y gafas de sol, mientras se sirve una copa de Château Lafite. La luz se cuela por el ojo de buey de la aeronave e ilumina la mise en scène culinaria que acompañará al carísimo vino: una españolísima tortilla de patatas y un cubo del Kentucky Fried Chicken. Tras asistir a la presentación de su libro en la Finestres, la librería en la que trabajo, le propuse a Hans —con quien mantengo buena relación desde que le conocí hace unos años— recrear la fotografía, a falta de jet privado, en una mesa de El Yate, a fin de sacarle punta gastronómica a su flamante libro mientras comemos y bebemos a lo Julito. «Oliver, la idea me parece perfecta. Y además sucede que El Yate es un bar que conozco muy bien. De hecho, quería grabar allí un videoclip. Me fascina su estética setentera. Quedan pocos bares de este tipo en Barcelona, y en esta zona todavía menos. Está siempre abierto, además, y me ha sacado de un apuro en más de una ocasión. El sitio me parece brutal, y además me queda cerca de casa.» Acabo de transcribirles la efusiva respuesta de Hans, dictada mediante nota de voz de WhatsApp, a mi invitación. Cuando nos personamos en el restaurante, Víctor, el ínclito y dicharachero camarero, tiene lista la mesa según lo convenido: una jugosa tortilla y un mantel blanco sobre el que deposito el pollo frito que he comprado en la cadena del Coronel Sanders. Eso sí, lo empujaremos todo con el tinto de la casa. El presupuesto de la prensa digital no da para más.

 

La foto es una especie de resumen visual de Julio Iglesias y del lugar que ocupa en el imaginario público —sobre todo masculino—, como imagen del éxito: un tío que hace lo que le da la gana, «el puto amo»

Hans Laguna: glamour y fritanga en embarcaciones de esparcimiento|recreo. Foto: Oliver Mancebo.
Hans Laguna: glamour y fritanga en embarcaciones de recreo. Foto: Oliver Mancebo

—El pollo frío y la tortilla de patatas me recuerdan a las excursiones de niño con mis padres a la playa.

—Eso enlaza estupendamente con mi primera pregunta. Tu obsesión con la figura de Julio Iglesias comenzó a partir del encargo de Nacho Vegas de realizar una versión en directo de «Manuela». En tu libro explicas cómo al empezar a escuchar la canción original en internet, «con una nitidez extraordinaria», te viste a ti mismo en la casa de Zarautz donde pasaste los veranos de tu niñez. «Proust podía viajar al pasado con una magdalena», pero tú pudiste «hacerlo con tres notas: Ma-nue-laaa.» Hablemos de ese superpoder de retroceso espacio-temporal que comparten la música y la comida. ¿Qué comidas recuerdas de aquellos estíos infantiles?

—Yo nací en Donostia pero enseguida nos fuimos a vivir a otros sitios. Al poco de nacer, a La Coruña, y después, con diez años, a Barcelona. Pero a la que tenía algunos días de vacaciones, me iba a Zarautz. Mi abuela Margari era la típica amona vasca que cocinaba increíble. A parte, mi tío era pescador y comíamos una merluza que pocas horas antes nadaba en el mar. Había dos platos que particularmente me flipaban: las alubias de Tolosa, que se comían hasta en verano, y los chipirones en su tinta con arroz blanco. Eso me volvía loquísimo. El nivel de comida que se manejaba en aquella casa era demencial. Para empezar, siempre una chistorrita para abrir boca, luego un primer plato contundente, después carne o pescado, y para rematar un buen postre. Para merendar mi abuela nos hacía jamón de York frito. Otra merienda que me molaba mucho era la leche fresca que se compraba de un caserío, y que tenía que hervirse previamente. De esa leche se separaba una nata espesa y sabrosa que merendábamos untada con azúcar en tostadas. Con la canción descubrí que a Julio Iglesias lo tenía enterrado en la memoria, y me remite a aquella casa en la que había un vinilo de Un hombre solo, y en la que a la hora de la siesta se veía una telenovela argentina cuya canción de apertura era suya. ¿Te sirvo vino? Joder, la tortilla está buenísima.

—Por favor. La referencia a la magdalena proustiana tampoco resulta ser baladí, ya que la carrera de Iglesias supuestamente comenzó cuando su enfermero personal, Eladio Magdaleno, le regaló una guitarra estando él paralítico a causa de un grave accidente de coche, truncada su prometedora carrera deportiva como portero del Real Madrid.

—¡Vaya link! En el libro intento ver qué hay de verdad en todo ese relato. Me interesa destacar como JI manipuló un poco la realidad para construir un relato biográfico que lo presenta como un héroe, pensado para despertar una serie de reacciones empáticas en el lector: un niño de buena familia, que era portero de fútbol, se lesiona gravemente en un accidente de coche y su enfermero le regala una guitarra de tuno, y él, en la cama y con un librillo de acordes, descubre que tiene facilidad y cuando se recupera se presenta al festival de Benidorm y lo gana. Cuando miras con lupa este relato ves que está lleno de mentirijillas. Estoy seguro que él mismo lo ha repetido tantas veces que acaba creyéndolo. Y lo fuerte es que lo pone en circulación, a través de una película [La vida sigue igual (Eugenio Martín, 1969)] que lo presenta en sociedad a la vez que saca su primer disco. El storytelling, en términos de marketing actual, fue un éxito.   

—Ese éxito se retrata en la foto que estamos recreando. ¿Quieres otro trozo de pollo?

—Es una especie de resumen visual de JI y del lugar que ocupa en el imaginario público —sobre todo masculino—, como imagen del éxito: un tío que hace lo que le da la gana, «el puto amo». Viaja en su jet privado, está bronceado, va en camiseta de tirantes, está fit, lleva sus icónicas gafas de sol, tiene comida de su país: una espléndida tortilla de patatas —la imagen está tomada durante una gira por EEUU en 1986—, bebe un vino carísimo, que vale miles de dólares, y encima puede permitirse bebérselo con algo tan vulgar como alitas de pollo frito del KFC. Un montón de elementos propios de un hedonista que está en la cima y hace lo que le da la gana. Pero no hay que olvidar que está en una gira maratoniana y agotadora.  La tortilla, por cierto, posiblemente la hizo su madre, que vivía con él en Miami, y cuando volvía de grabar en el estudio siempre le tenía una preparada.

El vino es el gran tema de Julio. El tío es un obseso y un coleccionista de vinos desde los años 70. Antes no le gustaba especialmente, lo tomaba con gaseosa, y de repente tuvo una epifanía cuando probó, junto a Roman Polansky, un Château Lafite durante una fiesta celebrada en casa de los Rothschild

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Hans Laguna: un truhán, un tragón, ama la comida y ama el amor. Foto: Oliver Mancebo

»Yo estoy luchando desde hace unos años por el vegetarianismo —continúa Hans Laguna mientras mordisquea un muslito de pollo rebozado—. Viajé a la India, estuve allí algunos meses, y me sentí muy bien comiendo verduras. Pero aquí, y sobre todo de gira, es muy complicado. Y precisamente, una de las pocas cosas vegetarianas que puede comerse fácilmente de gira es la tortilla de patatas. Está en los camerinos, en los bufés de los hoteles… Se ha convertido en la base de mi alimentación. Oye, no puedo parar de comer, ¿eh?

—Dale caña. Néstor Luján se refería a la tortilla de patatas como «el as de oros de la gastronomía española», «un alimento que todos soñamos al volver a cruzar las fronteras», y explica en sus libros cómo la patata fue impuesta por las altas instancias, en algunos países incluso obligada a plantar y consumir manu militari, a partir del siglo XVIII, doscientos años después de su llegada a Europa. Hoy es el más democrático de los alimentos, un ingrediente interclasista.

—Parte de la potencia de la foto radica en que sea un millonario comiendo una cosa tan común como la tortilla de patatas, y tan de clase baja como el KFC, pero todo en un entorno (el del jet privado) y regado con un vino de millonario. 

—Podría ser el menú de Yung Beef. En cambio, la pasión por la tortilla le une con otro personaje mucho más acorde a su aspecto y clase social: Adolfo Suárez, «el Kennedy español». ¿Sabías que el expresidente comía muy poco y se alimentaba casi exclusivamente de tortilla, café y tabaco negro? Suárez tenía un problema de encías y no disfrutaba de la comida, y uno de los gestos más característicos de Julio Iglesias, como dices en tu libro, es «llevarse la mano al abdomen como si tuviera molestias intestinales». Quizá tampoco le gusta comer. Al margen de la foto (en la que, por otra parte, la comida está intacta) hay muy poca información en internet sobre lo que come JI. Solo he encontrado un artículo en el que dice gustarle un plato tan anodino como la ensalada de tomate con queso fresco…

Si voleu que us la faci us la faig, eh? —Víctor, el camarero estrella, irrumpe para ofrecernos nada menos que la ensalada favorita de Julio. A veure si després parlareu malament del servei…

—¡El servicio es impecable!

Víctor nos explica que un parroquiano tiene fichado a Hans porque vive cerca de su casa, y el otro día lo reconoció hablando de su libro en un programa de la tele.

Jo em pensava que això sortiria per TV3… M’ha venut la moto aquest cabrón —dice señalándome y guiñando un ojo antes de desaparecer en la cocina. Hans intenta retomar el hilo:

—Sí comía, ahora te contaré… A ver, lo de Adolfo Suárez —es que, joder, ¡haces unos links muy locos!, y me está empezando a subir el vino— era el protegido de Fernando Herrero Tejedor, que fue un gerifalte del régimen, y luego, por mediación de él, le metieron de director de Televisión Española. El doctor Iglesias, el padre de Julio, era muy amigo de Herrero Tejedor, veraneaban juntos en Peñíscola y tal, y al parecer, movió hilos para que su hijo participara en el Festival de Eurovisión, que estaba controlada por TVE. Metiéndome un poco en esa época he visto todos los tejemanejes y tráfico de influencias. Julio Iglesias era alguien perfecto para el régimen: joven, guapo, cantaba canciones de amor inofensivas, tenía carisma, era un producto que podía triunfar más allá de España, y su padre estaba muy bien conectado. Tanto a Adolfo Suárez como a JI siempre se les ha destacado su «carisma». Hombres de mediana edad, elegantes, pulcros y con encanto: masculinidades suavizadas que tienen algo del hombre perfecto. El mánager de JI durante sus primeros 15 años de carrera, Alfredo Fraile, una figura clave para entender su ascenso, fue después contratado como jefe de campaña de Suárez para que aplicara los trucos que habían funcionado con el cantante. Por ejemplo, lo de tirar la americana al público en los mítines políticos, lo copió de Julio Iglesias en sus conciertos. 

»Respecto a la comida, por lo que he averiguado, al parecer, desde la lesión que JI tuvo de joven, su padre, que era médico, le decía que tenía que comer lentejas. Y sigue comiéndolas, es un obseso de las lentejas. Y luego también me consta que el tío siempre ha tenido en su nevera y en los camerinos salmón, caviar, champán y vino (su fetiche.) En Truhan o señor, el libro que publicó Antonio del Valle, se explica que en los conciertos tenía que llevar siempre una plancha portátil para hacerle algo de carne vuelta y vuelta. También, por su relación con Galicia, se ha puesto las botas de marisco, y se lo hacía traer de allí a Miami. La legislación de EEUU era muy restrictiva en lo referente a la importación de alimentos, pero había un vacío legal con el marisco. No estaba ni contemplado que se pudiera traer transoceánicamente, y Julio aprovechó esto para hacerse traer cargamentos de marisco fresco a Miami. Pero es cierto que, aunque en otros aspectos, como el sexo, ha llevado una vida de excesos, su imagen es siempre de autocontrol.

—Claro, además del marisco, a Julito le pierde el pescado. En especial, el que se pesca entre las ingles como El bacalao.

—¡Horrible! De ese tramo de su carrera musical no me ocupo nada en el libro. Toda esta parte, a partir de los noventa, de latineo de hombre mayor en Cuba, con camisas de lino… Me da repelús, me parece cero interesante eso de los dobles sentidos… Hasta tiene una canción, Mi amigo, con Romeo Santos, en la que le hace una oda a su pene: «Ha sido mi aliado. Me acompaña confidente en mis hazañas. Es mi amigo fiel…». Bueno, sin comentarios.

—También está ese meme de Julio de «¿Tienes hambre? ¡Aquí hay fiambre!»

—¡Ja, ja, ja! Has buscado en el libro todas las referencias a comida como sea… Me acabo la tortilla, ¿eh?

—Volviendo a las relaciones de Iglesias con la política, fue la estrella invitada para amenizar la larga espera del recuento de votos durante el especial de Televisión Española en las primeras elecciones democráticas tras la dictadura. Para tan histórica ocasión, estrenó «Soy un truhán, soy un señor», canción con la que inauguraba oficialmente su papel de mujeriego y vividor. «Me gustan las mujeres, me gusta el vino», cantó en la noche electoral. El ya exmarido de Isabel Preysler se había convertido en un experto en maridaje. Puedo imaginarle bajando a su bodega en batín de raso a elegir un Romanée Conti del 61, para después volver a la habitación a descorchar a una señora de la misma añada. 

—El vino es el gran tema de Julio. El tío es un obseso y un coleccionista de vinos desde los años setenta. Antes no le gustaba especialmente, lo tomaba con gaseosa, y de repente tuvo una epifanía cuando probó, junto a Roman Polansky, un Château Lafite durante una fiesta celebrada en casa de los Rothschild. A partir de ahí se volvió un coleccionista y ha acabado siendo un gran entendido. Por cierto, ¿otra copita? No está mal este vino…

Montaigne fue de los primeros en pensar que era relevante explicar lo que comía y cómo cagaba. Nietzsche dio un paso más allá al considerar como estas actividades afectan al pensamiento.

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Víctor: uno de los pocos ejemplares de auténtico camarero ibérico que en la actualidad quedan en libertad. Foto: Oliver Mancebo

—Al hilo de lo dionisíaco, antes de escribir sobre Julio Iglesias te dedicabas a escribir libros sobre Friedrich Nietzsche. ¿De dónde viene esa fijación por los Übermenschen?

—Es solo una coincidencia, el otro fue un encargo y este es el primero que escribo por iniciativa propia. Aunque con el tiempo lo estoy analizando y… algún paralelismo hay.

—Por lo pronto, Nietzsche es de los pocos filósofos que le dio importancia a la dieta, como Julio.

—¡Total! Porque él era una persona muy enfermiza. Hay testimonios que dicen que solo comía huevos duros y cerveza. Bebía birra como sedante para dormir y para sus dolores de cabeza. Aunque a pesar de su apología de lo dionisíaco, era un tipo muy estricto y mesurado, con su dieta, sus caminatas, muy frugal todo. Fue un personaje con muchas contradicciones entre lo que escribía y lo que practicaba en su día a día. Toda esa soflama en sus textos, cuando al parecer en persona era un gatito. Pero lo que sí es interesante es que como filósofo se ocupara de asuntos de la vida cotidiana como el comer. En la tradición de Montaigne, que fue de los primeros en pensar que era relevante explicar lo que comía y cómo cagaba. Nietzsche dio un paso más allá al considerar como estas actividades afectan al pensamiento. La gastronomía entra dentro de esta visión materialista… ¡Empiezo a estar taja! —dice apurando la botella y llenando las dos copas.

—La alita de pollo frita esta de la vergüenza hay que comerla.

—¡Uf! No puedo más…

—Hablemos de fritanga.

—¡Ojo! A ver como la relacionas con Julito…

—A Ramoncín le llamaban «El rey del pollo frito» por haber escrito en primera persona una canción dedicada a un pez gordo de la industria discográfica. A JI le apodaron, en un artículo de una revista heavy, «El rey de la melaza» por lo empalagoso de sus canciones. Antes hemos comentado esa cosa tan de músico proleta que alcanza el éxito, especialmente entre las filas del rap, de maridar comida basura con vino caro o champán. Lo que no me cuadra es un pijo de manual como JI dándole al fritangeo del KFC.

—La paradoja es que JI tiene este aire elitista y aristocrático, pero aspira a ser un icono popular al nivel, por ejemplo, de la Coca-Cola, (por algo fue el embajador de la marca, al tiempo que Michael Jackson era el de Pepsi), que se asocia, también, como algo transversal, democrático y popular. Hay ahí una tensión muy extraña: un producto de masas, pero high-class. Es su apuesta de marca por razones comerciales. Como McDonnald’s, intenta hacer un producto que triunfe en todo el mundo, pero con cierta flexibilidad para adaptarse localmente. Aquí el Happy Meal incluye gazpacho, en otro lugar ensalada griega… Con sus discos, JI hacía lo mismo: cambiar de idioma, de arreglos, de portada, etc. Fue un pionero de la glocalización. 

—Para lo que te gusta comer, por lo que veo, en tu propia discografía no he encontrado ninguna referencia a la comida…

—Tienes que ver el videoclip de «Mis días». En él hago de turista en Barcelona, en mi propia ciudad. ¡Y salgo comiendo todo el rato!

Falta alguna cosa? —El solícito Víctor ha vuelto para recoger los escasos restos del festín.

—¡Haznos un Hulk para que lo pruebe Hans!

Un Hulk! D’acord, però posa'l al reportatge, eh?

Un «Hulk» es el chupito con el que Víctor ganó las olimpiadas chupitescas celebradas en el 92 (real). Se trata de una combinación de, atención, vodka, whisky, licor de peppermint y Baileys. El resultado es un brebaje color verde nuclear y tan vigoroso como La Masa, que sin embargo pasa fino. Después de ejercitarnos un rato en la práctica del levantamiento de vidrio en barra fija, Hans y yo les agradecemos a Víctor y al Capitán del barco la tortilla, la amabilidad y el atento servicio, y abandonamos El Yate con el mismo mareo que si el restaurante hubiese surcado el ancho mar de los Sargazos que separa Barcelona de Miami. El músico y ensayista me acompaña a la parada del autobús, nos despedimos y su figura espigada se aleja con paso tambaleante, cruzando temerariamente entre el tráfico de la calle Muntaner. Yo llego derrapando al trabajo, donde recomendaré a la gente que compren el gran libro que ha escrito Hans, porque lo devorarán encantados. «La vida sigue igual», que cantaría Julito. Y espero que El Yate no cambie nunca.

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El increíble Hulk. Foto: Oliver Mancebo.