Leonor tenía catorce años y tres horas cuando se puso a trabajar. "Estas cosas quedan grabadas en la sangre para siempre", recalcó Miquel Martí i Pol en el siguiente verso del famoso poema. Cuánta razón tenía el añorado poeta de Osona. Servidor también tenía catorce años cuando se puso a trabajar, pero tenía unos cuantos días y unas cuantas horas más que Leonor, y el recuerdo me ha quedado tan grabado en la sangre para siempre que hoy, en este primer artículo en la nueva sección gastronómica de ElNacional, no podía escribir sobre ninguna otra cosa que no fuera de la vendimia: han pasado muchos años, sí, pero a este primer texto de esta nueva aventura le tengo el mismo respeto que a aquellas tijeras de podar y a aquel cubo que me acompañaron en el primer día recogiendo uva en una viña del Penedès.
La vendimia que inspiró a Virgilio, pero sería más propia de Homero
Por si no lo habías intuido, este texto tratará de argumentar por qué la vendimia tiene casi más relación con la poesía que con la ciencia. Es muy sencillo, fíjate: aunque las viñas cada vez estén más controladas digital y mecánicamente, aunque existan utensilios modernos para conocer el grado de la uva y aunque los responsables de decidir cuándo se inicia la vendimia sean enólogos o ingenieros agrónomos, al final siempre acaba mandando la poesía. Al final, aquello que marca la fecha que da el pistoletazo de salida a la cosecha no es nada más que la mano de un campesino desgranando un gajo y analizándolo en silencio con el refractómetro, uno a uno, con un gesto casi eucarístico y con la intensidad silenciosa de quien mira enmudecido un Rothko. Al final, la señal para saber si el Día D es mañana o pasado mañana quizás es la brisa de la marinada indicando el viento de aquella noche. Al final de los finales, pues, aquello que marca en qué momento empieza esta batalla que puede durar más de cincuenta días, son dos cosas tan universales, antiguas y subjetivas como la intuición y la experiencia. O el movimiento de la luna, también, sobre todo para quien trabaja la tierra con preceptos biodinámicos.
Cuando la vendimia empieza, la vida personal de mucha gente se detiene de golpe. Uno de mis mejores amigos, chófer de una máquina vendimiadora, cada año hay un día de agosto en que nos avisa del inicio de cosecha y automáticamente todos sabemos que no le veremos el pelo durante un mes y medio. No lo despedimos ondeando ningún pañuelo blanco en el puerto, tal como hacían las madres que decían adiós a sus hijos cuando se marchaban a las quintas, pero poco nos falta. Mirándolo bien, la viña es un campo de batalla y el ejército de recolectores —o de máquinas, para quien no quiera a mano— son sus soldados y carros de combate. Yo soy de la generación que no ha tenido que hacer la mili y que nunca ha ido a ninguna guerra, por suerte. A duras penas he hecho dos partidas de paintball en la vida y defender el colegio de mi pueblo el Primero de Octubre del diecisiete es lo más parecido a asaltar la Bastilla que he vivido nunca, pero el día de mi primer día de trabajo tenía una anaconda en el estómago y estaba tan acojonado que el remolque de aquel tractor me pareció una lancha de desembarque hacia la playa de Omaha en Normandía. Pero sin Spielberg rodando Salvando al soldado Ryan, claro está.
¿El inicio del fin o el fin del inicio?
Han pasado casi veinte años, pero enfrentarse a una página en blanco sigue resultándome igual de difícil que plantar cara a viñas de una, dos o cinco hectáreas de las cuales no se ve el fin ni al horizonte. Por suerte, también igual de motivador. En el primer caso, de recoger buenas ideas saldrán, si todo va bien, oraciones y párrafos más o menos agradables de leer. En el segundo, de recoger buena uva nacerán semanas, meses, años o décadas después los vinos que quizás sabrán enamorarnos igual o más que un buen poema. De hecho, si este artículo existe es porque la semana pasada un buen grupo de vinos espumosos me cautivaron de mala manera, como un amor a primera vista, durante la Noche de la vendimia Corpinnat que se celebró en la bodega Torelló de Gelida. Fui sin saber si escribiría alguna crónica, pero volví a casa con el alma tan tocada que he acabado llegando aquí, con los dedos pegajosos y el olor de mosto embadurnándolo todo. También cada frase.
La poesía tiende a mirar atrás para codificar las heridas que el pasado nos ha dejado en el cuerpo, mientras que la viticultura tiende a mirar adelante para convertir el vino en el elixir que nos cura las heridas
Yo no sabía si escribiría una crónica, lo prometo, pero probé el Hermós Brut Nature 2018 y aprovechando que tenía a su elaborador al lado, le dije a Ramon Pardas que lo veía más delgado. "He adelgazado cinco kilos esta vendimia: un mes y medio eléctrico, durmiendo poco y trabajando mucho, y todo para que algún día el Hermós 2022 te guste tanto como este", me dijo. Alguien que bautiza un vino espumoso con el nombre de un personaje de El cuadern gris de Josep Pla a mí ya me tiene ganado, es evidente, pero además osé proponerle que en la etiqueta de aquel Corpinnat, dentro de unos cuantos años, cuando el sumoll y el moscatel ya hayan hecho una crianza de más de tres o cuatro años, escriba algún tipo de subtítulo: "45 días y el doble de 500 noches", fusionando los días de vendimia 2022 y los días aproximados de crianza en botella. "Como aquel disco de Sabina", me dijo. "Exacto", le respondí, pero con la diferencia que Joaquín Sabina se pasó diecinueve días sin dormir escribiendo aquello que había macerado durante los quinientos días anteriores, y aquí es a la inversa. Quizás porque la poesía tiende a mirar atrás para codificar las heridas que el pasado nos ha dejado en el cuerpo, mientras que la viticultura tiende a mirar adelante para convertir el vino en el elixir que nos cura las heridas.
Mientras brindábamos, le dije a Ton Mata, presidente de Corpinnat, que su discurso presidencial durante la fiesta no contenía la poesía que él siempre gasta cuando habla. Es difícil decir poéticamente que este año el precio medio de la uva ha sido de 0,89 €, que se han recogido 3 millones de kilos de fruta o que hay que exigir a la Generalitat el despliegue de la Ley Catalana del Vino con el fin de ordenar el sector. "Me gustas más cuando hablas como una rapsoda que cuando das mítines políticos", le dije con confianza y socarronería mientras le preguntaba que me explicara qué es para él la vendimia. "Donde todo acaba para que todo empiece", me dijo mientras maldije no llevar encima aquella primera edición del Seqüències de Joan Maragall editada por Gustau Gili, ponerme encima de una silla y recitar el "sia'm la mort una major naixença" del Cant espiritual con una copa en la mano. No hice nada de eso y me limité a decirle a Ton Mata que tenía razón, y que en mi caso, la vendimia había significado el fin de la inocencia para dar pie a la vida real y sin ambages. Tan real y sin ambages que aquel primer día de trabajo, cuando volví a casa lleno de picaduras de mil insectos, heridas en las manos y un dolor de espalda de padre y señor mío, mi abuela comprendió mi silencio después de preguntarme cómo había ido el día. No hacía falta decir nada. Mi cara, en efecto, era un poema.
Si he querido escribir este artículo no solo es por todo eso, sin embargo, sino porque un par de meses antes de aquel primer día de trabajo, servidor había repetido curso y no quería estudiar más, pero sí que quería una guitarra eléctrica, y una moto de 49 cc, y las camisetas de Kortatu, Opción K-95 o Dr. Calypso que venían en Discos Castellón o el Mai Morirem. "¡Trabaja y aprende a ganarte la vida, zángano!", me dijo mi padre aquel verano, yo lo maldecía por dentro sin saber que le agradecería aquella frase el resto de mi vida. Así pues, un día de finales de agosto, uno de los viticultores de mi pueblo me dijo que al día siguiente me esperaba a las siete y media para empezar la vendimia. A recoger. Fue la primera vez que alguien que no era un profesor me dio órdenes, pero allí no había que aprobar ningún examen; sencillamente había que recoger tantos manojos de uva de una viña como pudieras, intentando cortarte la menor cantidad de dedos posible y sobre todo, había que olvidarse de que las arañas pican o que los 40 grados de calor zurran al cuerpo como una bofetada de Mike Tyson.
Yo tenía un poco más de catorce años y tres horas cuando me puse a trabajar recogiendo uva, por eso estas cosas "quedan grabadas en la sangre para siempre": porque me di cuenta de que la vida era aquello de sopetón, que quizás estudiar no era tan mala idea y que, por lo tanto, yo no quería pasarme la vida haciendo de campesino, sino de poeta. O de poetastro. O de escribiente. O de redactor creativo publicitario. O de articulista gastronómico, que es lo que haré cada domingo en La Gourmeteria a partir de hoy. To también espero, pues, ser humildemente poeta y layador como Jacint Verdaguer. Y como decía él, "en todo hacer trabajo bien limpio", porque desde aquella primera vendimia, hace casi veinte años, no sé hacer nada más que eso: intentar layar como un poeta y escribir como un layador.