Tenemos de todo por todas partes. Antes costaba dios y ayuda encontrar un pellizco de cúrcuma o un poco de mozzarella y ahora tenemos algas nori, chipotle y guanciale en cada esquina. Es igual si las guayabas o los aguacates no tienen gusto de nada. Es igual si no tenemos ni idea de cocinar con col fermentada, con harina de maíz o con tempeh. La cuestión es no parecer que perdamos comba, estar siempre atentos a la última moda culinaria, incorporar alegremente carpaccios, cheesecakes y tatakis a nuestro menú semanal para no pasar por provincianos recalcitrantes. Y no seré yo quien se oponga, que ampliar campo de batalla siempre me ha gustado —incluso sé hacer algún curri y mole decente.

Ahora, de la misma manera que me parece absurdo que la gente que no sabe qué es una iglesia románica ni ha entrado alguna vez a la Fundación Miró, coja cualquier vuelo barato para pasarse las vacaciones con cara de mula arrastrando los pies por museos y catedrales de todo el mundo, diría que quizás fuera bueno que equilibráramos un poco esta manía de dejarnos deslumbrar por cualquier cosa con renombre internacional y prestáramos un poco de atención a lo que tenemos aquí a tocar. Maravillas, tito, maravillas. Aquí tenéis tres.

Es igual si no tenemos ni idea de cocinar con col fermentada o con harina de maíz. La cuestión es no parecer que perdamos comba, estar siempre atentos a la última moda culinaria, incorporar alegremente carpaccios, cheesecakes y tatakis a nuestro menú semanal

En el Valle del Lord, a caballo entre el Solsonès y el Berguedà, hace tres siglos que se cultiva el guisante negro. Esta legumbre ultra-local es de un verde plomo cuando es crudo, pero una vez cocida se vuelve de un marrón oscuro, casi negra: de aquí el nombre. Tiene una textura fina y su sabor es dulce, profundo y aromático. Yo lo he probado, con gran deleite, en Cal Garretà de Avià salteado con tocino, y en forma de hummus en el Corpus de Berga. Durante más de veinte años dio nombre, con mucho acierto, a la publicación anarquista de las tierras del Alto Llobregat y el Cardener.

Guisante negro / Foto: Cedida

Todavía recuerdo el primer bocado que hice del chapadillo de anguila de Can Machino, en el pueblecito de Muntells, en pleno Delta del Ebre: la piel crujiente, la babilla y la carne se fundieron en un estallido a gusto formidable que me convirtió de pedo en un ferviente admirador de la anguila de por vida. El nombre viene de la elaboración: chapada, quiere decir abierta por la panza, puesta en una salmuera y secada durante doce horas. La anguila es muy popular en todo el Delta y chapadillo se hace por todas partes, por allí: os recomiendo que si ya conocéis las ortigas de mar o las tetas de sepia (más maravillas maravillosas) ¡pedís, y ya veréis lo que es bueno!

Chapadillo / Foto: Cedida

¿Para culminar esta tríada de delicias, qué mejor que un embutido? Un embutido isleño, de la gastronomía balear, una de las más ricas y fecundas que tenemos. Hablo del camallot —pronunciado «camaiot»-, una mezcla de carne y grasa de cerdo salpimentada y adobada con otras especias como el anís y el clavo, ligada con la piel del muslo —de la pierna— del cerdo —de aquí el nombre—, apresura al calderón y dejada reponer cinco o seis meses. El resultado es un embutido suculento y untuoso, que se sube como un cohete arriba de todo del podio de los preferidos, llegando a desbancar, incluso, la queridísima butifarra de perol o el hervor de lengua. Probadlo y discutamos, si hace falta, atiborrándonos, como quien no quiere la cosa, de estas maravillas nuestras, y que solo los alcaudones sigan dejándose medio sueldo en un triste bocadillo de pastrami reseco.