Si esto no fuera una página en blanco, me arrodillaría como en un confesionario para explicar a un mosén que la mayoría de los niños de mi edad, en los años noventa, querían hacer la Primera comunión para tener regalos como el Action Man paracaidista o la Barbie peluquera, pero que en mi caso confieso que quise hacerla por un único motivo: poder beber vino. Desde hace años, sin embargo, el único sacramento que practico es el oficio de escribir, ya que me apasiona transformar mi penitencia en un intento, quién sabe si fallido, de literatura memorialista de pa sucat amb oli. O mejor dicho, de pan mojado con vino.
Es fácil de argumentar mi etílico deseo infantil, pienso. Para un niño, no hay nada más fascinante que la curiosidad delante de lo que es misterioso. Sin duda, a los ocho años no hay nada más enigmático que ver cada semana cómo un mosén se llena un copaso de color plata, vierte un líquido sagrado que dice ser la sangre de Cristo y después, como quien moja una galleta Maria en el Nesquik, inserta una hostia dentro del cáliz y se la mete en la boca eucarísticamente. Es seguramente por eso, pues, que uno de los primeros vinos que cualquier catalán nacido antes del siglo XXI ha bebido en la vida a buen seguro tenía, directa o indirectamente, una estrecha relación con Dios.
Ser católico no quiere decir ir piripi en cada misa
No sabemos si el vino es un producto divino, pero sabemos que a la divinidad le gusta el vino, por eso el vino tiene más presencia en la Biblia que en la pizarra del 90% de los bares catalanes. "Tomad y bebed todos, que este es el cáliz de mi sangre", nos explicaban en Catequesis que Jesús había dicho durante la santa cena, por eso todo el mundo sabe que en todas las parroquias cristianas del mundo hay un momento de la eucaristía en el cual el vino aparece en escena. Lo que no sabe tanta gente es que aquel brebaje curioso se elabora mayormente en Catalunya, ya que el 90% del líquido que llena los cálices de todas las iglesias del mundo proviene de la DO Tarragona y la DO Terra Alta. Su nombre es tanto descriptivo como universal: Vi de Missa Dolç Superior, en el caso de la bodega De Muller, o Eucharisticon, otro grandísimo vino de este tipo hecho por la bodega Menescal y que lo peta en los cultos de media América Latina.
Desde hace más de un siglo y medio, pues, resulta que cerca de Reus ha habido una casa que se ha especializado en la elaboración de este tipo de vinos: De Muller, que a pesar de parecer el apellido de un delantero del Bayern de Múnich, el cura de mi pueblo siempre pronunciaba a la catalana manera, diciendo 'da mullé'. Fue él, el padre Eduard, quien me lo descubrió cuando yo ya había hecho la comunión: me gustaba tanto ir a comulgar que le pedí a mi abuela que le preguntara al mosén dónde podíamos comprar aquel vino para tenerlo en casa, en el armario de los licores, y así poder beber un chupito a la hora de los postres con unos cuantos carquiñoles o catànies.
Aquel vino era apto para un niño como yo por un motivo: el vino de misa tiene pocos grados y no sube, ya que está pensado para que los curas puedan beber un buen trago, a sant Hilari, sin que eso signifique acabar la misa más borrachos que Pau Riba en el Canet Rock del 75. Lo que no sabía entonces es que aquel vino tan fascinante se obtenía según las normas eclesiásticas. ¿Qué quiere decir, eso? Que su elaboración se inspira en un versículo de Lluc 22, 18 sobre el anuncio del Reino de Dios: hace falta que sus uvas provengan de vitis vinisfera, es decir, no de viñas salvajes, y hace falta que no estén mezcladas, tal como detalla la Instrucción General del Misal Romano, 322. Además, todos los vinos de misa hace falta que se acompañen siempre con su correspondiente Certificado Eclesiástico que los arzobispos de Tarragona, en el caso de De Muller, conceden en la bodega desde 1883.
Cúando el Papa de Roma bebía vino de Reus
La fama de este vino DO Tarragona es mundial porque durante décadas De Muller fue proveedor en exclusiva del vino de misa del Vaticano. Este título fue concedido por todos los pontificios desde Pío X hasta Juan XXIII, en total cinco papados diversos, justo antes de que el Vaticano aboliera este tipo de galardones a finales de los años setenta del siglo XX. Aunque el Santo Padre ya no sea el cliente estrella, actualmente cada año todavía se exportan 800.000 litros de este vino elaborado con garnacha blanca y macabeo a los cinco continentes para beberlo en misa. En Catalunya, sin embargo, nos gusta tanto que desde siempre hemos decidido beberlo también más allá del culto: es una maravillosa opción como vino de sobremesa, ya que es un vino dulce con toques de fruta seca como la avellana o los piñones y que casa perfectamente con unos postres de músico.
Como temo que Francisco I esto no lo sabe y veo que últimamente no acaba de estar católico -que es como mi abuela hablaba de la gente que no se encuentra bien-, no querría acabar este artículo sin dirigirme a algun remoto representante del Vaticano para hacerle una sugerencia: eminencias, volved a confiar en el vino de misa catalán, hacedme caso. Los romanos ya descubrieron que el campo de Tarragona tiene alguna cosa especial, los reyes de la Corona de Aragón vieron claro que en Poblet es donde se tenían que hacer enterrar para vivir allí eternamente y el mejor creador catalán que ha intentado conectar con Dios mediante el arte, Antoni Gaudí, era de Reus.
Quizás ahora, pues, vuelve a ser hora de recoser lo que Juan Pablo I cortó, reanudar aquello que en 1978 se detuvo y que una furgoneta con la 'T' de Tarragona en la matrícula vuelva a detenerse con los cuatro intermitentes en la plaza de Sant Pedro a fin de que un transportista de Riudoms, con un palillo en la boca y una foto de Neeskens en la cartera, descargue de nuevo cajas de vino de misa en el Vaticano. Ni que sea para recuperar el tiempo perdido. Ni que ahora ya no haya tantos niños, como yo, que sientan fascinación por el vino de la eucaristía. Ni que esto solo se rogue, sí, en un artículo sobre vinos escrito en la única cosa ante la cual confieso arrodillarme: una página en blanco.