Hace días que estoy apocalíptica. Debe ser el frío o aquello del blue monday (que no deja de ser una gilipollez) o, eso sí, que faltan tres meses para las próximas vacaciones. Sea como sea, me temo que todo lo veo tirando a negro o (no seamos dramáticos) a gris oscuro.
Solo me faltaba chocar continuamente con este tema, que nos han vendido como la luz del futuro, ideado por un iluminado y que es de los más tenebrosos: me refiero a la Inteligencia Artificial.
No soy ninguna experta en cuestiones de tecnologías. De hecho, todavía no he entendido la magia que se esconde en los hilos de los teléfonos o en el interruptor de la luz. Pero puedo aportar mis temores, que deben ser los de muchos. Y, al mismo tiempo, me subleva pensar que podría ser como los que rechazaban la imprenta porque era obra del demonio o como los luditas ingleses del XIX, que se cargaban los nuevos telares y las máquinas de hilar porque temían por el futuro de los artesanos en los inicios de la Revolución Industrial.
Tengo dudas entre el miedo a una tecnología a la cual, de entrada, me asusta, y la percepción que los avances de la Humanidad pueden acabar siendo beneficiosos. Entre la conservación y el progreso. Quizás porque, esta vez, la IA es una auténtica revolución disruptiva, es decir, que rompe con lo anterior y nos enfrenta a un dilema definitivo. ¿Hasta qué punto la IA será una herramienta útil o nos enfrentará a un futuro deshumanizado?
La IA es una auténtica revolución disruptiva, es decir, que rompe con lo anterior y nos enfrenta a un dilema definitivo. ¿Hasta qué punto la IA será una herramienta útil o nos enfrentará a un futuro deshumanizado?
Los humanos somos perezosos por naturaleza, pero, al mismo tiempo, hemos avanzado, a las buenas y a las malas, porque hemos sido capaces, desde el primer momento, de salir de la cueva, necesitados y aterrorizados, para cazar y alimentarnos. Estamos programados para tumbarnos, para ahorrar el máximo de energía y, sin embargo, al mismo tiempo (si hacemos caso a la maldición bíblica), para ganarnos el pan con el sudor de nuestra frente. Añoramos, atávicamente, el paraíso (allí donde no hay que hacer nada para tenerlo todo al alcance), pero también sabemos que cada día tenemos que luchar por conseguir pequeñas parcelas de bienestar.
Externalizamos el trabajo de nuestras piernas a los caballos y a los animales de tiro, que nos transportaban y abancalaban. Siglos más tarde, tractores y automóviles, hicieron inútiles los caballos y los bueyes. Externalizamos el trabajo de nuestras manos, con máquinas que replican nuestros movimientos. Y ahora externalizamos el trabajo del cerebro, que es el que nos hizo humanos. Y es aquí donde me surgen las dudas. ¿Progreso o una nueva era distópica con máquinas que no acumulan traumas ni alegrías, que no tienen sueño ni pereza, que no se emocionan ni se enamoran, que no olvidan, que solo aprenden y acumulan conocimiento?
La Inteligencia Artificial acumula información, lo analiza, la relaciona, lo argumenta y la redacta, a nuestro servicio, para sacarnos trabajo. ¿Y si también consigue, como ya pasa en determinados sectores, que prescinde de los humanos, de los trabajadores, que no son sino rémoras de un pasado: ¿poco eficientes, poco cumplidores y poco productivos?
Y, más allá, el temor que expresaba al principio. ¿Llegará un día que la máquina no nos necesitará, que buscará su propia personalidad (quizás su "alma", como ya pasaba en las novelas de Asimov), que interactuará con las otras, que "pensará"? ¿Seremos entonces, todos, unos inútiles prescindibles, sometidos a los designios de un nuevo amo?
La cocina se ha basado siempre en la artesanía y es una inteligencia natural que nos tendría que servir de contrapeso a los artificios que nos amenazan
A medida que he ido escribiendo me he dado cuenta de que estoy divagando sobre la incertidumbre. Sin tener conciencia, yo misma, como persona y como profesional de la cocina, en mi vida cotidiana, uso la IA, ya la tengo incorporada. ¿No tengo robots en la cocina? ¿No me llegan canciones que me gustan gracias a los algoritmos que conocen mis gustos? ¿No doy órdenes a un artefacto que me avisa del tiempo de cocción? ¿No hay artefactos basados en la IA que salvan vidas, que hacen operaciones quirúrgicas tan complicadas que solo una máquina puede resolver? Y, pues, ¿por qué me da miedo lo que pueda venir?
En todo caso, como método de defensa propia, me he apuntado a un curso de horticultura. Volver a la tierra. Quizás es una salida plausible (la inmediatez de las manos, el contacto con el humus, la paciencia de contemplar cómo el tiempo transcurre y como crecen berenjenas o patatas), para hacer frente a los temores. La cocina se ha basado siempre en la artesanía, en el prodigio de la transformación, en la construcción de una entidad nueva a partir de ingredientes dispersos. Una inteligencia natural que, cuando menos, nos tendría que servir de contrapeso a los artificios que nos amenazan.