Cuando me proponen comer en el Gótico, se me hace un nudo en la garganta. Se me cierra el estómago. El barrio ha ido perdiendo su esencia, se ha turistificado intensamente, y muchos de los bares y restaurantes que han plantado me dicen poco o nada. Ahora bien, cuando oigo el nombre del restaurante Capet la salivación se me dispara automáticamente. En la calle del Cometa, desde unos grandes ventanales por donde se ven turistas pasar en bicicletas de alquiler, pero también la belleza de las calles antiguas del Gótico, Armando Álvarez ejecuta con perfección una carta donde hace brillar el producto con técnica fina y elaboraciones cuidadas. Y, además, lo hace estético.
Restaurante Capet: ejecución brillante y fina
El plato de vieiras con ensalada de patata, ají amarillo y gelatina de cilantro es luz, color y sabor. Los complementos acompañan las vieiras, suculentas y con aquel punto dulce que deja el yodo, sin enmascararlas. Asimismo, el rollito de col, un clásico de la carta, va relleno de careta de cerdo crujiente y golosa, y lleva un toque de mayonesa de Chipotle. Es un bocado contundente en todos los sentidos: textura y gusto me llegan al cerebro con la potencia de un asteroide que atraviesa la atmósfera superior.
El arroz con gamba y plancton todavía llega más allá. Es un arroz de las profundidades abisales. Oscuro, raro y fuerte. Como comer una paella en una fosa Marianna. Tiene todo el sabor del mar y todavía más, gracias a la microalga que salsea todo el plato con un caldo espeso y salobroso.
Estábamos en temporada de caza cuando pasé por el Capet a finales de diciembre, y había que comprender como Álvarez la dominaba. El 'tortello' de liebre fue una respuesta más que satisfactoria a esta incógnita, con una salsa del mismo animal, crema de setas y, dando volumen al plato, unas medallas de carpaccio de lomo de liebre que me puso las papilas a dar saltitos. Si tuviera que encontrar un 'pero', minúsculo, diría que la pasta del 'tortello' era demasiado gruesa, pero sé perfectamente cómo cuesta hacerla casi transparente y después trabajarla con una farsa copiosa como la que llevaban.
De postre, fructifica. Y chocolate. Por una parte, piña ligeramente fermentada (esperaba encontrar la pungencia del tepache, pero era dulce) con bizcocho de coco, que no era nada empalagoso, y unas láminas de merengue aéreas como la nube en el cual me encontraba a estas alturas del menú, que regamos con un champán André Clouet, que siempre hace el hecho. El toque de chocolate lo puso los últimos postres, que de hecho era una interpretación de las fresas con nata muy fresca e ideal para coronar la comida: financier de chocolate con helado de fresa y espuma de gin-tonic, una elaboración muy de los 2000 que llegamos a ver en todas partes, incluso dentro del mismo gin-tonic, y que ahora, trabajada en su justa medida, da un contrapunto nostálgico, y deseablemente amargo.
Por todo eso y por el impecable servicio de sala, agradable y atenta en el trato, y por la buena compostura del espacio dentro de este barrio donde casi puedes llegar a sentirte rechazado, Capet es una apuesta segura, tanto dentro del Gótico como en toda la ciudad.