Hace 10 años que cada vez más nos gusta comer aquello de hace 50. Es posible que sea porque hemos visto que estaba a punto de desaparecer. O porque la creatividad malentendida genera monstruos gastronómicos. Sea como sea, han vuelto las tortillas, las gildas y el capipota y, con estas ganas de cocinar así, también las de coger traspasos de bares que mantenían esta oferta. Y este es el caso del bar El Pallo. Lo Carcomo es en la calle del Tigre desde 1987 y si Lola Flores tuviera que volver a cantar la famosa canción, quizás cambiaría el verso y sería: "Tú lo que quieres es comer en la del Tigre", o alguna cosa que rime más. Pero Lola ya hace tiempo que no come nada, o sea que tendremos que hacer caso a la otra Lola, la Lola de ahora, la Rosalía, que dijo que aquí se cocinaban las mejores tortillas del mundo. Y, yo, estoy de acuerdo.
La Rosalía y las mejores tortillas del mundo
Aquí las tortillas van bien vestidas, con chapela o sin, sea de bonito o de piquillos o Rocafort, porque por algún motivo ostentan el siguiente lema, bien orgullosos: "Cocina tradicional vasca con influencias de la península Ibérica". Así, tampoco se cortan cuando han hecho el mítico pastel de cabratxo y recuerdan que fue uno de los padres de la nueva cocina vasca quien lo llevó a los restaurantes y lo hizo famosísimo a los 80 y 90, al gran chef Juan Mari Arzak.
Todas estas maravillas son obra de Aimar Córdoba, que va agar el traspaso de Ramón en marzo de 2021 con la ilusión de quien toma el relevo para llevar adelante un legado y actualizarlo. Porque Lo Carcomo tiene momentos donde está un bar y tiene momentos donde está una taberna fina, al estilo vasco, tal como explican ellos mismos, y con platos ilustrados, como la codorniz en escabeche, la merluza frita con salsa tártara, el bacalao en el pilpil o el calamar rellenado de mejilla. E incluso, cuando veo que a un vecino le llegan los mejillones tigre con tomate, picantones, sencillos y baratos, pienso que destilan cierta perfección que nos hace sobrevolar la simple cocina de bar para llevarnos un poco más allá, para llamarnos la atención y el hambre.
Por descontado, la carta (en forma de ticket, porque la gráfica de ticket últimamente se ha puesto muy de moda, y a veces la gente le cuesta saber qué tipo de texto está leyendo) también tiene un apartado clásico de bar, con gildas, ostras, ensaladilla, camarón salado y más. Yo me senté en la barra un buen viernes que había madrugado infernalmente, pasada de largo mi hora habitual de comer y hambrienta y agotada hasta tal punto que no notaba el hambre pero sí un inminente colapso mental. De todo el listado opté por entretenerme con una Gilda mientras esperaba el plato que me había seducido, y que de manera sintética habían titulado "guisado de aletas".
A mí me gustan mucho las aletas y como mucho pocas veces, con esfuerzo, quizás una vez al año (agradeceré infinitamente si ningún lector me recomienda a los comentarios dónde comer unas buenas), y eso me hizo cierta gracia. El nombre conciso me hizo preguntar si aquel guiso se trataba de un asado o más bien tendría una abundante salsa de sofrito. Me dijeron que se parecía más a una sopa. Y que también llevaba garbanzos. Permanecí a la espera, pensando a ver qué diantre había pedido, hasta que llegó una sopera cerámica donde me podía meter la cabeza, con un cucharón pequeño a fin de que me fuera sirviendo las aletas deshuesadas, el calamar, los garbanzos y las trompetas de la muerte que iban apareciendo entre un caldo espeso y 'achocolatado' que recogía todo el sabor de aquel intenso mar y montaña, que costó 18 euros. Había exactamente para dos, pero como yo solo soy una, me lo comí todo, con pan, porque tirar es pecado, dicen.