Las revoluciones gastronómicas se llevan sucediendo a un ritmo vertiginoso en los últimos 20 años, propias de una sociedad que ha aprendido a comer fuera del ámbito doméstico, que ha viajado con el paladar sin moverse de su ciudad incorporando manjares exóticas de Asia, de Latinoamérica (el LATAM, tan de moda ahora) o incluso, de Oriente Medio, a su día a día. La mezcla cultural globalizadora ha sido, sobre todo, gracias a la comida de calle o street food.
Este formado siempre se ha asociado a la comida popular, humilde, barata y muy sabrosa. Mordiscos llenos de placer que resolvían una necesidad primordial de las masas: comer algo rápidamente, incluso de pie, para seguir frenéticamente con la jornada sin que el bolsillo sufriera excesivamente. Es un fenómeno muy extendido a América y a Asia, con vendedores de comida ambulantes o situados en una coordinadas concretas, en la calle. Aquí el panorama ha sido diametralmente opuesto porque nuestra sociedad, eminentemente social y sociable, podía disfrutar de terrazas y bares donde saborear manjares humildes y de enfoque casero. Nuestras casas de comidas ofrecían un lugar donde sentarse, compartir y comer, bien alejado de la función práctica que en otras sociedades ofrecía el street food: allí comían para seguir, aquí comíamos para parar.
Estas las casas de comidas, o recientemente conocidas como bares Manolo (con todo el respeto y reconocimiento), eran el contraste de la cocina de restaurante, elegante, sofisticada y con ingredientes a menudo vetados en las mesas de la mayoría de las casas trabajadoras. Aquí sí que encontramos puntos de conexión con otras culturas: al restaurante, se iba en ocasiones especiales. Y curiosamente, la revolución gastronómica que lideramos a finales de los años noventa del siglo pasado y la primera década del siglo presente con los exponentes de la cocina vasca (Arzak, Berasategui, Subijana) y de la catalana (Santamaria, Ruscalleda, Arrendajo, los Adrià, los Roca y otros, aunque no estaban en una misma sintonía) coincide con otra revolución que miraba hacia la dirección totalmente opuesta: el encumbramiento de la cocina popular y su transformación en gastronomía de restaurante.
Por ejemplo, Nueva York, crisol de culturas y mezcla de influencias a causa del puzzle de nacionalidades residentes, descubría la calidad gastronómica de manjares populares de estos inmigrantes que ya habían aportado una segunda generación nativa: el ramen, el kimchi, los tacos, el ssäm o incluso la pizza se colaban en los menús de restaurantes, siendo uno de los grandes precursores el Momofuku del chef americocoreano David Chang. Aquí se trabajaba en la investigación, en la innovación, al deshacer las bases de una cocina tradicional muy influenciada por la francesa para encontrar voces propias y ofrecer cocina de autor donde la técnica era sorpresa. Y todavía ahora, las esferificaciones son carta de presentación de restaurantes que quieren destacar en un perfil alto.
Continuando con la mezcla, estas dos tendencias se han ido fusionando de manera que la una ha asumido a la otra. Y buena muestra es una gastronomía global de corte bistronómico que tanto podemos encontrar en el Nueva York arriba mencionado o en nuestra ciudad. En Barcelona, estos manjares populares de todo el mundo forman parte de los restaurantes que ya hace décadas que no se presentan como elitistas y dan respuesta a un comensal que los conoce, los acepta y los busca. Pero también encontramos restauradores que han recuperado la tradición culinaria sin sacarse el manto bistronómico, ofreciendo una experiencia de casa de comidas elevada donde una barra siempre tiene que estar presente como seña identitaria.
Todo me viene en la cabeza, después de mojar pan trabajosamente en la salsa de los raviolis de pollo asado con ciruelas del nuevo Tangana, en el barrio de Gracia. Y me viene a la mente porque esta nave, pilotada por el chef Josep Mª Masó, tiene mucho de todo este recorrido. A él le debemos los días gloriosos del Bar Cañete del Raval durante la década pasada, donde el formato popular de bar escaló a la gastronomía más selecta, tal como sucedió en Nueva York. Y como hizo en Chang, tenía una trayectoria en alta cocina que le permitía dar este paso, con bases firmes y mucha profesión en la espalda. Masó, para Tangana, ha recopilado personal de cocina y sala de proyectos que él había liderado formando una familia comprometida y altamente apasionada por el futuro que les espera juntos. Y no lo hace solo: Alex López Lamiel, su discípulo y al mismo tiempo su socio.
Ahora solo nos queda disfrutar de su cocina, de la fantástica croqueta de fricandó o de la tortilla abierta con rebozuelos, perrochicos y tocino, sin olvidarnos de los salmonetes cocinados enteros, llegados de la lonja y de unos postres que, no solo por el nombre, tienen ganado el cielo: el tocinillo de cielo. Y ya puestos, de todos estos bares gastronómicos que son el grueso de la consideración gastronómica de Barcelona como capital de la buena comida, sin menospreciar el corolario de estrellas Michelin de la ciudad.