Dicen que la gente hace los lugares y los lugares hacen la cultura y, en cuestiones de hostelería, es exactamente verdad. Porque de bares de vinos, en Barcelona, hay muchos (por suerte), pero yo encuentro que ninguno como la Bodega Solera sabe estimular la sed de vino. Llevada por Guillermo Leal, él la define así: "Es un poco como una bodega siempre y también es un poco un bar de vinos moderno, pero aquello más importante es que queremos que sea un sitio donde compartir experiencias y disfrutar".
Bodega Solera: un templo para los amantes del vino
El espacio tiene la magia de los espacios eclécticos: no sabes demasiado bien dónde has ido a parar, pero cuando te pones a pensarlo ya es tarde, has quedado atrapado entre las miradas de las docenas de retratos de los años 70 en que encaran la barra, por los reflejos de la bola de discoteca, por la Barbie sentada sobre el transistor o por la voz ronca de Camarón de la Isla, que nos hipnotiza en los altavoces. O quizás, por muchas de las etiquetas de vinos hasta que rodean las paredes.
¿Qué hay a la carta? "Vinos honestos, sin maquillaje, hechos con respeto por la tierra, buscando reflejar su lugar y su tiempo, con diversidad y descubrimientos y, todavía más, con la intención de compartir cosas nuevas que lleguen a la cantidad más grande de personas posible", dice Leal, y para entenderlo solo hay que echar una ojeada en la estantería donde se suman una docena de vinos a copas fenomenales y para todos los gustos, sabores y precios, y siempre con un par de opciones de Jerez.
Y por si hay ninguna otra duda, en el fondo del local, pasadas la barra y la contrabarra, el precioso y recogido espacio Floras, y llegando a las mesas bajas, se encuentra la cámara de una bodega por donde pasa el millar de referencias de vinos de la cual dispone el local. Para más inri, la Bodega Solera se ha convertido en templo y refugio de cocineros, sumilleres, personal de sala, periodistas gastronómicos y bebedores de todo tipo de raza y pelaje que buscan a manos de Leal y su equipo una respuesta líquida que les haga aprender, maravillarse y doblarse de placer delante de una botella.
Desgraciadamente, pero por suerte para muchos, aquí no solo hay vino, sino también cerveza fresca, bien tirada, ordeñada de unos enormes depósitos que como mínimo hacen juego con los tonos verdes cerceta y los latones y cobras que hay aquí y allí. Pero recomiendo no dejarse llevarse por la estética y las malas costumbres, y zambullirse enseguida en el vino, que aquí hay abundante para nadar cómodamente, con la ayuda del personal de La Solera. Porque vinos no hay dos iguales, pero la cerveza es siempre la misma, vaso tras vaso, y la vida es demasiado corta para repetirse en exceso.
En La Bodega también se puede comer. Y si juzgamos por como se tratan los dos platos más pequeños de la carta, el variado de olivas y las almendras fritas, vamos muy bien. Hay quesos y embutidos (tenemos el mismo cuidado y seriedad que con los vinos), y otras tapas frías como las gildas, la ensalada rusa, los boquerones al azafrán, el tartar de tomate con mayonesa de Don Manuel y envinagrados caseros (el preferido de Leal). También hay calientes: a mí me encantan las albóndigas de costilla con salsa périgourdine, que se ve que ya son todo un clásico, como la papada de cerdo con pimiento verde.
Por si todavía fuera poco, el flan de la Bodega Solera me haría venir a la hora de merienda, y lo acompañaría con uno rancio, un dulce o un vino hervido y, quién sabe, quizás después me arrancaría por bulerías al sonido de la Paquera de Jerez.