Cuando la Meridiana se sube más allá de Fabra y Puig, muchas personas tienen la sensación que la ciudad empieza a disolverse. No pueden ir más equivocados: por encima de este cruce de avenidas, Barcelona sigue siendo Barcelona y, de hecho, el modelo de ciudad que necesitamos aquí, en el barrio de Porta, se ha preservado muy bien, tal como demuestra la existencia de la Cafetería Jurnet, donde ponen en la mesa un menú redondo cada mediodía por solo 11,95 €.
La auténtica esencia de la ciudad
He llegado dando un paseo desde el Carmel, con parada previa al Jacaranda y a Galette y Pastim, la mejor panadería del distrito Horta-Guinardó. La calle de Piferrer, donde aguanta imbatible el edificio de la última masía de la ciudad, la de Can Verdaguer, levantada en el siglo XVI por la familia Berenguer Verdaguer y en activo hasta el año 2006, cuando el Ayuntamiento la compró. La masía contrasta con los edificios gigantescos del centro comercial Can Dragó (que también era una antigua masía) y los grandes almacenes, todos en la misma manzana, gritando al unísono (aunque ya un poco afónicos) que son el presente moderno que buscábamos.
Para acabar de adobarlo, subiendo Pintor Alsamora, que es donde encontramos la Cafetería Jurnet, se bordea uno de los laterales del enorme cementerio de Sant Andreu, del que veo con claridad la parte posterior de unos nichos mientras celebro la vida cucharada tras cucharada de caldo gallego –parece que ha caído una pared–, sentada de espaldas a la tertulia política de la tele que los parroquianos de este bar que se dice cafetería comentan con desidia.
El caldo gallego, como todos los buenos caldos preciados, me restaura el ánimo y la energía (¿ya sabéis que los primeros restauradores de restaurantes habían empezado vendiendo caldo 'restaurativo' a pie de calle?) después de la noche de cumpleaños de un sumiller generoso que invitó a champán a sus bacantes. Me dicen que lo hacen casero (se me ocurre preguntarlo porque no soy especialista, y me responden secamente pero sin tomar ofensa) y lleva col, judía blanca, codillo, patata y yo diría que unto, el saín rancio gallego que es capaz de perfumar una casa y todo aquello que habite allí con más eficacia que el mejor oliban.
El caldo gallego, como todos los buenos caldos preciados, me restaura el ánimo y la energía
El conjunto es espeso, caliente y sabroso, y me encuentro con la emoción inocente y feliz de haber acertado plenamente, y me recreo, y veo a uno de los propietarios que limpia todo lo que se puede limpiar, haciendo ir la bayeta por todas partes pero lo bastante lejos de las mesas como para no trasladarnos el olor de detergente, y lo hace también por encima de las teclas de la máquina de tabaco, hasta que todo queda limpio como una patena, como mi plato donde antes había caldo.
Un menú como los de antes
Todo eso, los otros primeros hacen pensar bien la elección: ensalada variada, tostadas con foie gras o con chorizo picante, huevos al plato con butifarra negra, croquetas de pollo y el caldo. Y de segundo, mejillas al horno, filete ibérico, secreto de la abuela, churrasco de ternera, lomo adobado, pechuga de pollo, butifarra con alioli, calamar a la romana y estofado de ternera.
Con pan, bebida y postres, todo escrito a mano, en un papel dentro de una funda de plástico, con las líneas haciendo cursiva y tan pocos miramientos por la cuestión gráfica que incluso podría decirse que han creado un nuevo estilo: el menusismo despreocupado. ¿Ahora bien, aquí, a qué hemos venido? ¿A deslumbrarnos la vista o a satisfacer el hambre? Como la segunda es la respuesta correcta, el día que pasemos por el MNAC a ver los cuadros del Onofre Alsamora recordaremos esta mejilla al horno con patatas fritas caseras (y unos tomates cirerol que han quedado confitados con los jugos de la carne) que ahora desliza de la mano de uno de los propietarios a la mesa y de la mesa a mi mano, y garganta abajo. De postres, la Lapeira delicada y húmeda que me llevo a casa, un flan, un helado o fruta del tiempo.
Con pan, bebida y postres, todo escrito a mano, en un papel dentro de una funda de plástico, con las líneas haciendo cursiva y tan pocos miramientos por la cuestión gráfica que incluso podría decirse que han creado un nuevo estilo: el menusisme despreocupado
Los manjares, las vistas y el oficio de los de la Cafetería Jurnet me hacen creer, una vez más, que es este el modelo de hostelería que necesitamos en abundancia, del que hace barrio, el que es sencillo y se presenta como tal, con el orgullo de saber que el negocio sale adelante, que saben perfectamente qué se cuece, en su cocina y que, aún más, hacen a la gente contenta.