Tienes que confiar mucho en tu cocina, si me haces cruzar un pasillo de plástico amarillo y charcos de color cemento para que acceda a tu restaurante. Es como si las obras que ahora hace tres años hicieron reavivar el Restaurante Buenavista, inaugurado en 1918, todavía no hubieran llegado a su fin. Cuatro pasos de chachachá después, una vez dentro, las elucubraciones se detienen: el diseño modernista de Casa de Comidas Buenavista, justo en medio de la Ronda Sant Antoni, es despampanante. Y además, he conseguido llegar con mis Adidas Gazelle intactas.
Integrado dentro del hotel Antigua Casa Buenavista, Casa de Comidas Buenavista, como todos los restaurantes con hospedaje en los pisos superiores, te hace poner la mosca detrás de la oreja. No en vano, los hoteles siempre mercadean con el síndrome de Estocolmo de quien sabe que tiene al comensal atado y que volverlo a sentar a la mesa no depende de la excelencia: depende de las noches de la reserva, de si está a media pensión, de si está a pensión cumplida. ¿La baranda quitamiedos? El chef de Casa de Comidas Buenavista es Marc Roca, propietario del Blau.
En los años veinte —los felices, no los vuestros—, el Restaurante Buenavista ofrecía, de domingo a domingo, un servicio de comida para llevar llamado "manjar de rico", donde los canelones caseros eran el plato más demandado. En conexión con el presente, Roca ha conseguido que el canelón de asado del local sea uno de sus platos estrella, ganador del Tapantoni 2022.
Es en este formato de desayuno de tenedor donde Casa de Comidas Buenavista la juega bien. El capipota, la tortilla de bacalao al pil-pil y la ventresca con tomate a la antigua también destacan dentro de su carta, y acompañadas de pan de coca de cristal con tomate y aceite de Siurana hacen mucho más que abrir el apetito de cara a asaltar la carta y, de un simple desayuno, una comica con un filete de ternera con demi-glace y foie poelé micuit.
La carta de vinos para acompañar los platos es extensa, pero enfoquemos: el Vista y el Buena, dos D.O. Terra Alta, de Batea, que tienen una calidad-precio bastante ideal —a dos mil pelas el casco. El primero, garnacha peluda con garnacha negra, cosecha 2018/2020. El segundo, garnacha blanca cien por cien. Tomaos un par de copas, pero no caigáis en la trampa de la botella; vale la pena dejarse un buen hueco para los postres.
Los hoteles siempre juegan con el síndrome de Estocolmo de quien sabe a que tiene al comensal atado y que volverlo a sentar a la mesa no depende de la excelencia: depende de las noches de la reserva
«Mierda», murmura la persona con quien comparto mesa. Acaba de probar el pastel Alaska con crumble de limón y merengue flameado del restaurante. «Mierda, mierda, mierda,» insiste, mirando el reloj; el pastel que se ha pedido es enorme, delicioso —casi tanto como el flan de huevo y vainilla de Madagascar que acabo de empezar yo—, y en 30 minutos tiene que estar en la escuela para recoger a su hijo. Manjares de rico, ritmo de clase trabajadora. ¿Quizás no es exactamente eso, estar de vacaciones? ¿No estábamos en un hotel, al fin y al cabo? «Mierda». Y cuchara.