Tanto da, que reserves mesa: muy a menudo, para recordarte el mundo en el que vives, no te sientan allá donde querrías. De comer y de beber hablamos por los codos, pero dedicamos muy poca poesía a cómo una mala posición logística al sentarte a la mesa puede hacer que hasta la experiencia gastronómica más formidable se vaya al garete. También puede pasar lo contrario: que una disposición idónea te haga juzgar con excesiva benevolencia una carta que difícilmente aprobarías. En Colmado Múrria, sin embargo, ninguna de estas dos maldiciones tuvo lugar.
Pero vayamos por partes. Queviures Múrria, también conocido como Colmado Múrria, es un local centenario ubicado en Roger de Llúria con Valencia, en el corazón de la derecha del Eixample. En 1943 y después de hacer carrera Colmados Simó y Colmados Quílez, Josep Múrria tomó las riendas hasta 1969, cuando entregó el cetro a su hijo. Joan Múrria, que a sus 73 años todavía dirige los comestibles con bata azul y lápiz en la oreja, ha dado un vuelco al proyecto para hacerlo funcionar, aparte de como un colmado, como un restaurante para 28 comensales.
Tanto da, que reserves mesa: muy a menudo, es lo que hay. Al asomar la cabeza por Colmado Múrria, todas las alarmas se encienden: las mesas repartidas por el colmado están llenas y amenaza barra. Contra todo pronóstico, nos invitan a pasar a la trastienda para descubrir Reservado 1898, una mesa para cuatro parejas lejos de la luz natural y con la intimidad cálida de led de nevera de vinos; allí, Joan hace sacar un Raventós i Blanc de Nit, espumoso rosado con el que rociar todo aquello bueno que está por venir, y que lleva la firma del chef Jordi Vilà.
Y, entonces, empieza el espectáculo: una ensalada de burrata con caponata de berenjena; una croqueta rota de relleno de canelón de pollo, brioche seco triturado, crujiente de jugo de asado y una base de bechamel; fricandó, macarrones de asado, bacalao con sanfaina. La ovación generalizada de entre todas las propuestas del chef de Alkimia y de Al Kostat, sin embargo, se lo lleva la tortilla de pan con tomate, con la rebanada en el interior, coronada por unas dunas de jamón Joselito. La guinda la ponen un fondant de chocolate y una tabla de tres quesos.
¿Puede ser que un colmado donde hace ocho décadas se vendían cirios, velas y cerillas pueda convertirse en uno de los secretos gastronómicos mejor guardados de la ciudad? ¿Puede ser que Múrria y Vilà nos lo estén tratando de decir con una rebanada de pan con tomate enfajada en una tortilla?
A metro y pico de la mesa, una escalera desplegada cruje con los pasos de los trabajadores del colmado haciendo viajes arriba y abajo de un almacén con las horas contadas: pronto, ese altillo también dispondrá de mesas y sillas, con aquel aire de piso franco donde compartir confidencias a cuchicheos que ya tiene Reservado 1898. ¿Puede ser que un colmado donde hace ocho décadas se vendían cirios, velas y cerillas pueda convertirse en uno de los secretos gastronómicos mejor guardados de la ciudad? ¿Puede ser que Múrria y Vilà nos lo estén tratando de decir con una rebanada de pan con tomate enfajada en una tortilla? ¿Puede ser, otra copa de Raventós?