Cualquier ciudad bella no es más que un museo lleno de extranjeros que han traído allí sus hábitos. La reflexión no es mía, sino de Sthendal, pero francamente se hace difícil no pensar en esta frase cuando se pasea por el centro de Girona entre los palos selfies y el sonido de las maletas del centenar de turistas que trajinan por las calles empedradas de la ciudad. Por suerte, sin embargo, el otro día descubrí un refugio gastronómico en el corazón del Barri Vell donde una cassoleta de patatas emmascarades con butifarra de perol me causó mi síndrome de Stendhal particular. Por lo visto, sin embargo, no era lo único. En la plaza de los Mercaders, a dos pasos de los restaurantes cools de la plaza del Vi, las Voltes de Rosés o la calle de la Cort Real, decenas de guiris llenaban la terraza de un restaurante donde todo es producto catalán, etiquetado en catalán y de origen catalán, casi como si fuera fruto de una distopía de Black Mirror escrita por un guionista muy de la ceba.

Interior de la taberna, con bufanda incluida del Girona y una estampa de Joan Fuster bebiendo porrón.

No sé quien había recomendado a todos aquellos franceses, alemanes y japoneses que hicieran una cena a base de capipota, ous amb samfaina i sobrasssada, fricandó o peus de porc amb ceps, pero allí estaban, en las mesas de mi lado, comiendo quesos del Cadí como si no hubiera mañana o bebiendo vino de la Cooperativa de Batea con copas de cristal hechas en Arenys de Munt. "Si te gusta lo que es de aquí y quieres comer bien y a buen precio, ve a la Taverna de El Foment", me había dicho mi amiga Romina unas horas antes. Ella fue la responsable que pasara una maravillosa tarde del sábado por el centro de Girona haciendo una ruta vinícola Tragos de Historia ligada a la historia de la ciudad, pero sobre todo se convirtió en la culpable, por suerte, que al acabarla fuera a parar a un restaurantito que me permitió imaginar, o mejor dicho soñar, el futuro de la cocina tradicional catalana.

Gastronomía catalana vs Restauración catalana

Empecemos por el principio. Una cosa es que el mejor restaurante del mundo esté en Catalunya, como es el caso del Disfrutar, y otra de muy diferente es que la cocina catalana sea la mejor del planeta. Lógicamente hay chefs como Jordi Vilà, por decir un ejemplo, que demuestran a día de hoy la evidente modernización de la gastronomía de nuestro país, pero el problema es que esta modernización cuesta a Dios y ayuda que se produzca en la cocina más humilde, genuina y popular, donde de lo que se trata no es de hacer evolucionar la receta, sino actualizar su presentación. Podríamos decir que la restauración catalana tiene un lugar privilegiado en el mundo, sobradamente, pero la cocina catalana tradicional, no. El 95% de la sociedad no se puede permitir cenar una vez al mes en restaurantes de estrella Michelin, donde normalmente los clientes son turistas adinerados y no una pareja de veintipocos años que quiere tener una segunda cita, pero lo que pasa es que también hay el mismo tanto por ciento de turistas que no van a estos locales de cien, cien-cincuenta o trescientos euros el menú degustación.

Una cassoleta de conejo con sanfaina, con aquel tamaño justa que hace de buen compartir.

La gente normal, sean ciudadanos de Catalunya o personas de paso en nuestro país, llena restaurantes donde el ticket medio es de veinte, treinta o cuarenta euros, pero el problema de Catalunya es que en estos restaurantes, sobre todo en las ciudades, aquello que triunfa son los ceviches de no sé qué, los tártares de no sé cúntos y, sobre todo, las patas de pulpo con parmentier. Quizás por eso, desgraciadamente, cosas como las mandonguilles amb sípia, las galtes al forn o el bacallà a la llauna son platos relacionados con solo con restaurantes de pedo y eructo. Como dice mi amigo Albert Molins, la gastronomía catalana genuina ya solo sobrevive en los desayunos de tenedor, pero el problema es que incluso en eso, en el desayuno, cada vez hay más chiquillos de Reus, Torelló o Sabadell que opta por cosas que mi madre no sabe ni qué son, como ahora una tostada de aguacate o un cupcake con algún zumo detox o smoothie. El problema grande, sin embargo, es que los jóvenes tampoco entienden el morro con orella o las sardines en escabetx.

La terraza de la Taverna de El Foment esperando guiris que queden enamorados de la catalanidad.

Parece que la única cocina catalana que ha sabido seducir el mundo es la de la alta gastronomía, ya que las tabernas autóctonas de la 'baja' gastronomía y los restaurantes populares, en cambio, se quedaron anclados ya hace años en la oferta básica de bocadillos, copas de vino con más afinidad por los Rioja o los Ribera del Duero y, claro está, una pizarra con cuatro tapas de origen eminentemente castellano, andaluz o gallego. En cambio, pasa que en cualquier ciudad grande de Catalunya hay algún restaurante mexicano bien decoradito, con cocina tradicional de allí y una clientela que relaciona aquellos platos con autenticidad, seducción y precios populares, que es lo mismo que pasa con los restaurantes indús, los locales libaneses o las tabernas vascas, paradigma absoluto de cómo es posible ser la envidia del mundo gracias al Asador Etxebarri, tercer mejor restaurando del mundo, y haber sabido vender sin embargo una gastronomía universal popular a partir de una cosa tan ínfima como los pintxos.

Cocina catalana informal, pero sexy

Si la cocina es parte de la identidad de un territorio, sus restaurantes son los embajadores. Lo que pasa, claro, es que a la mayoría de zonas turísticas o céntricas de Catalunya sería más fácil encontrar a un guiri hablando catalán que chocar con un restaurante informal y moderno que se rigiera por la gastronomía autóctona. ¿Alguien se imagina ir a Galicia y comer pizza? ¿Encontraríamos normal estar en Nápoles y cenar sushi? ¿Tendría alguna lógica visitar Bilbao y comer un crepe, un gazpacho o una paella? Pues desgraciadamente, para los turistas que visitan Catalunya es normal salir a cenar por el barcelonés barrio del Born, la parte alta de Tarragona o Cadaqués, por decir tres lugares al azar, y volver a su país creyendo que lo más genuino que han comido son chocos fritos, patatas bravas, provolone, tempura de verduras o jamón ibérico. Si tenemos embutidos autóctonos de primera calidad como el beltruc blanco o la baiona cuidada, ¿por qué en el centro de Vilafranca del Penedès mismo, que es la zona que domino, es imposible encontrarlos y en cambio puedo ir saltando de bar en bar comiendo una tapa de chorizo en la sidra?

Gente normal, comiendo cosas normales y bebiendo vinos normales en Girona.

Por suerte, hay restaurantes como el Diània, en Gracia, o el Talaiot, en Sant Antoni, que tienen lleno cada noche haciendo cocina popular únicamente valenciana y menorquina en locales que son tradicionales y cools a la vez. Es decir, que tienen un pie en el pasado, porque no olvidan los orígenes, y uno en el futuro, porque son conscientes de qué mundo viven. La globalización es un monstruo que borra las raíces y enajena las identidades, ya lo sabemos, por eso todavía tiene más valor pasear por Girona y descubrir, en medio de un barrio dolorosamente gentrificado, una taberna como la de El Foment, donde se vive con normalidad lo que desgraciadamente en Catalunya es anormal: tener una carta con platos de aquí, productos de aquí y recetas de aquí, pero con una presentación delicada de los platos, un interiorismo moderno del espacio y una calidad excelente que no solo enamora a los residentes de aquí, sino también a los visitantes que vienen de allí. Algo muy importante, de hecho, en este mundo líquido en el que cada vez importa menos ser de aquí o ser de allá, residir o visitar, venir o ir, pero donde precisamente por eso importa más que nunca preservar la cultura autóctona como baluarte contra la uniformización de la sociedad, ya que la cultura, también la gastronómica, incluso cuando se brinda con un porró en la mano, es una manera de existir en el mundo.