"Cada vez que queda un local vacío a Poblenou hacemos apuestas con la familia. Y acaba siendo un lugar de caffe latte, madera clara y brunch". Eso decía la periodista Alba Riera, hace unos días, al 'Básicos BTV'. Yo, que no tengo nada en contra de los lattes bien hechos, porque si hay un mal en este país, aparte de la hegemonía de la cerveza industrial, es el mal café, sí que me irrita la cuestión 'brunchera': siempre la misma oferta, en Berlín o en Barcelona, desvestida de toda alma, sin la esencia de aquello que hace una comida, una comida real.
Es por todo eso que saliendo de una reunión al Poblenou enfilé hacia el bar-restaurante Siberia. Ahora quedaría mucho bien decir que era un día muy frío y en el Siberia, paradójicamente, me calentaron el corazón|coro con las suyas manjares, pero esta última semana hemos tenido un clima más bien primaveral en la ciudad, con unas cuantas retahílas de lluvia incluidas. Sin embargo, opté por hacer uno primero que siempre veo escrito de maneras diferentes, y que me parece una adivinanza: sopa de caldo. ¿O caldo de sopa? Estaba llena a gusto y de calor, con aquella pasta en forma de semillas que no está al dente, pero es igual, porque quien en este país ha comido cena de letras o de fideos al dente, ¿verdad? Nadie.
También había ensalada verde, guisantes con patata, macarrones a la boloñesa y un 'guisadillo de patatas cono pulpo' que me llamó tanto la atención que decidí que este primero fuera mi segundo. Si no, habría escogido las mejillas al horno, un imperdible del menú del día, el solomillo Siberia, que todavía tengo que descubrir como lo hacen, o las sardinas a la plancha, aunque vi pasar unos trozos hermosos de merluza que me crearon una necesidad de cenar pescado aquella misma noche.
Sí que me irrita la cuestión 'brunchera': siempre la misma oferta, en Berlín o en Barcelona, desvestida de toda alma, sin la esencia de aquello que hace una comida, una comida real
Precisamente, aquellos trozos llegaban a la mesa de un hombre que comía solo con su chaleco Helly Hansen y unos invernales zapatos de alce, justo al lado de una mesa de cuatro trabajadores con uniforme reflectante y manos hinchadas por el esfuerzo diario. En la mesa de delante, alguien iba llenándose la copa, ahora de una botella de Cardhu que ahora contenía vino, ahora de la gaseosa, con un ritmo que solo comprendía él. Y bajo mis manos, el manto del bar, con su espléndido logo helado y dos anuncios: de compra y venta de chatarra y de instaladores de puertas de aluminio.
Estas cosas las voy viendo en el poco tiempo que pasó entre que me senté y llegó el primer plato, porque en el Siberia el servicio es rápido, eficaz y familiar, un trío de valores que no es fácil llevar a término al mismo tiempo, pero que aquí consiguen sin despeinarse. Cuando llegaba el anhelado 'guisadillo' en mesa, en una cazoleta metálica y un poco desportillada, que me recordaba en las antiguas ollas de peltre, ahora hechas famosas por todas partes gracias al éxito de la gastronomía mexicana, la sala se había llenado, pero el rumor de los comensales no ensordecía, sino que se me tranquilizaba en una especie de ASMR de bar.
Las patatas, en grandes dados, oscurecidas por los colores del pulpo, cortado en partes menudas, tenían todo el sabor del cefalópodo que nos hemos aburrido de ver a la brasa y al lado de un parmentier de patata, y de un buen sofrito de cebolla y ajo, pilar de un guiso como este. Pensé en la cazuela de patatas con cananas que a menudo hacía mi madre los domingos, "para no hacer siempre arroz", decía, y que podría haber salido de cualquier barca de marineros, aunque ella nunca hubiera puesto un pie.
De postres escogí flan, y me equivoqué, porque los flanes me decepcionan siempre si no son muy buenos, pero es difícil hacer un flan bestial para un menú del día competitivo, a 13 € con bebida incluida, que lucha contra las diversas banalidades gastronómicas que proliferan por El Poblenou. Tendría que haber escogido una pieza de fruta, pero me pudo la garganta.