El drama que fue cuando acabó en el 2024 y me di cuenta de que había pasado el año entero sin poner los pies en uno de mis restaurantes favoritos de Barcelona: Taberna Noroeste. ¿Cómo podía ser? La vida nos atropella a todos, pero esta falta era grave y había que poner remedio tan pronto como fuera posible, de manera que no dejé pasar ni un trimestre para sentarme en esta barra baja donde se cocinan platos de mucha altura.
Taberna Noroeste: un menú de producto marino tratado con delicadeza
En el Poble-sec, donde parece que por fin la burbuja de los pinchos ha pinchado, en lo alto de Radas, una calle donde antes se encontraba el mejor tiramisú de Barcelona (no en vano, el sitio se llamaba Il Paradiso del Tiramisú), encontramos un menú de producto marino tratado con tanto cuidado y respeto que ni se hace pesado ni pierde ni se enmascara el producto.
Pero os he mentido. Hay un plato que no viene del mar al inicio del menú: creo que viene directo del cielo y es el buñuelo de cocido, una maravilla de fritura óptima y aérea llena de un sabor intenso del guiso, en la proporción justa para abrir boca y no empalagar ni nada.
A partir de aquí, ahora sí, empieza a desfilar el mar entero, de las rocas al lecho marino, arrancando fuerte con una moluscada gallega, preciosa a la vista, intensa y sabrosa en el paladar. En el siguiente plato, las gambas rojas con crema de rábano y eneldo, encontramos un ejemplo del pulso que Javier San Vicente tiene en la cocina: sabe modular la cantidad precisa de los vegetales a fin de que sus aromas no hagan perder el brillo de la gamba, tan buena que tiene aquel contrapunto dulce del yodo.
Si las vieiras te deleitan y los erizos te hacen volver loco, el plato que los combina a los dos y les riega con yema de huevo, amaranto crujiente y un poco de cebollino, te hará girar los ojos en blanco. Poca cosa más se puede decir cuando tienes la buena pensada de poner productos óptimos en el plato: se les tiene que dejar que hablen por sí mismos y que te seduzcan.
El bonito, en temporada, se ha tratado con una ligera maceración en miso, y se acompaña de una potente emulsión de la cabeza de este pescado que se suele emparentar como hermano del atún, pero, de hecho, es de una especie diferente dentro de la misma familia, los escómbridos, junto con la caballa y la bacoreta.
A medio camino encontramos otra fritura que en el menú denominan buñuelo, aunque está hecho de otra pasta, todavía más fina que la anterior, que nos ha dejado con ganas de más. Virando hacia la tierra, pero mirando al horizonte plano del mar, aquí la alcachofa rellena en textura óptima este buñuelo blanco, que flota sobre un suquet de galeras que también nadan en forma de tartar a su lado. Y ahora sí, plenamente terrestre, tres productos icónicos que coinciden brevemente en temporada: guisantes del Maresme, trufa negra y, siempre perenne, jamón ibérico en una velouté exquisita.
La caldeirada, de merluza, con un pil-pil divino, pone el punto final a la parte salada, que es un homenaje como un templo a Galicia, lugar de origen de San Vicente, hoy solo en los fogones esperando la reincorporación de su compañero, David López, pero bien acompañado a la sala por Marc López, un sumiller atento y campechano que es un guía óptimo por la carta de vinos, una cuidadosa elección que apuesta por el vino artesano, natural, poco intervenido, biodinámico, ecológico. Aquel día probamos el Champán de Elemart Robion VB03 y el Puro vin de Pinot Gris (2022) de Pierre Frick, el maestro alsaciano de los vinos naturales.
Un plato más, que yo concibo como prepostre fantástico, es la col a la brasa, que ha caramelizado, y se lo acompaña de un toffee de cocido. Es dulce, pero es salado, hace que el menú sea circular, y nos hace pensar que aquí detrás hay inteligencia, traza y profesionalidad.
Las fresas con chantilly ahumada que llegan ahora no tienen pérdida ni error, y el pastel de Santiago es almendra pura, con un toque salado, que te hará salir haciendo reverencias.