"¿Qué tal, cariño?", me pregunta Carlos mientras doy el tercer mordisco al hígado de ternera que me ha cocinado hace un momento a la plancha de la barra. "¿Te pongo ajo y perejil?", me decía hace unos momentos. Estoy en el bar el Agustín, famoso enclave del Raval por sus desayunos de tenedor y sus menús de mediodía buenos, bonitos, baratos y rápidos: por 13 euros haces un primero, un segundo, unos postres y una bebida.
Bar Bodega Agustín: un ejemplo de alma auténtica
El trozo de hígado, hecho al punto, acompañado de patatas fritas, cortadas a mano y hechas en casa, con la salsa fina de ajo y perejil, me parece el mejor milagro para curarme esta hambre que se ha estado cocinando más de la cuenta por culpa de una reunión que se ha alargado demasiado. "Aquí te dejo la sal, por si falta. Y si quieres te traigo aceite y vinagre", me ha dicho cuando me ha llevado el primer plato, un gazpacho que quizás es el mejor gazpacho que he tomado en Barcelona, con un toque de salmorejo. "Lo he dejado descansar, que es cuando está mejor", me explica.
Desde que he entrado no sé si estoy en un bar de Barcelona o en el comedor de mis tíos, en esta esquina ravalera coronada por un letrero que concentra todas las morfologías de la hostelería: bar, café, bodega, y un racimo de uvas. He llegado más bien tarde y en las mesas he encontrado la naturaleza muerta que han generado los comensales anteriores: un porrón de vino vacío, una botella de gaseosa, un helado acabado, un carajillo consumido.
Pero todavía hay un grupo de seis hombres que, según escucho, trabajan en la construcción, y un par a mi lado que no adivino a saber qué hacen, pero uno de ellos se llama Ole. "Como Oleguer Preses", dice Carlos, "que fue el primer jugador que dijo que no iría a jugar a la selección española".
Me doy cuenta de que Carlos, que después habla de miel con el grupo de hombres, de la importancia de las abejas por el mundo ("sin abejas, estamos acabados") y que termina diciendo alguna cosa sobre la filoxera, tiene una manera de estar en el bar que hace el bar. Eso lo recuerdo también de Pep Forés, de la Bodega Carol, que murió hace unos meses (ey, pero Carol sigue activa con el relevo potente de Fátima).
Pienso si es la manera de moverse por la sala, si el hecho de llevar el trapo colgante o que el menú siempre sea cantado o de calzar ya la cincuentena, y sí, pero todavía hay una cosa más importante: la manera de prestar atención al comensal, de hacerlo en el momento justo, de saberle la medida y de aplicarle el tono adecuado a cada uno. Es una especie de conocimiento de la vida y de las personas que me parece un tesoro a proteger. Ahora bien, este talante no se aguantaría derecho si no fuera por los fundamentos que Montse pone en la cocina, el tándem del tabernero, que prepara los buenos guisados que se huelen a pie de calle.
Acabo con un yogur sencillo adobado con una cucharada generosa de miel que recoge la hermana de Carlos. "Somos de un pueblo de Teruel cerca de Castellón, y mi hermana va moviendo las abejas según la época del año a fin de que se alimenten. Ahora las baja hacia los naranjos y, al final, hacen una miel de mil flores". Salgo volando yo misma, como una abeja, calle Ferlandina abajo, para escribir esta reseña de un imperdible del Raval que esperamos que dure años y años con la persiana levantada.