En los últimos años otro concepto de restauración ha fructificado en la ciudad. Se trata de espacios con aspecto de bar y carta de restaurante, con una cierta informalidad en la estética y la manera de hacer, sin embargo, al mismo tiempo, con el denominador común de poner esfuerzo al cuidar de los detalles y de desarrollar platos con una cierta complejidad que quieren marcan la diferencia. Los nuevos bares de tapas van en retroceso, los antiguos son más valorados que nunca, de restaurantes de ticket alto se abren pocos y el triunfo es por estos espacios próximos a los modernos bistrós parisinos. El restaurante Mesa Lobo, a l'Antiga Esquerra de l’Eixample, es un ejemplo de eso último, y tiene un buen toque de afrancesamiento.
Mesa Lobo: buena comida y buen servicio en un buen ambiente
Pablo Arnal, jefe de sala, habla de los tres pilares de Mesa Lobo: “El producto de aquí, que es uno de los mejores del mundo, la técnica francesa, que es la que más ha sabido elevar el producto, y el tratamiento nórdico de las verduras, que da la misma importancia a una flor que a una proteína animal”. Arnal explica que la oferta gastronómica de la ciudad está cambiando a causa de un relevo generacional: “Los restaurantes que abren ahora tienen en cuenta todos los detalles”. Ellos apuestan para ofrecer “una buena comida y un buen servicio en un buen ambiente y con una relación calidad–precio correcta”.
La lubina curada con pistachos y una emulsión de pistacho y toque de ají mirasol es un plato que combina el frescor de este pescado azul y grasiento que no ha tocado el fuego con la cremosidad de la salsa. Pero la cosa no irá solo de crudos. En Mesa Lobo son de hacer ir la brasa y se nota en platos como la coliflor con mantequilla tostada y apio o los bimi aliñados, que nos recomiendan en lugar de la judía tierna a la marsellesa, con judía plana y redonda, chicoria, mizuna, aburi, huevo poché, parmentier, perifollo, aceite, sal y sansho, que se les ha acabado.
Para empezar, otras opciones, de las más ligeras a las más contundentes dejan vislumbrar el gusto para aportar originalidad a la propuesta: el bocadillo nórdico a la brasa, el topinambur con praliné de cacahuete tostado, el huevo frito con bife y garbanzo Pedrosillano o la terrina de alcachofa, tocino italiano y queso Comté, que pedimos, y que parece un entrante sabroso y satisfactorio.
A la carta indican que si alguien quiere un plato de cuchara, como el pote de grelos o la sopa de cebolla con milhojas, que preguntemos a Pablo, al que encontramos atendiendo la sala con simpatía, rescoldo y eficiencia. Ellos mismos nos indicarán si hacemos corto o largo de platos, siendo el criterio principal el de escoger, para dos personas, unos cuatro o cinco platos.
Con respecto a pescados, os podéis decantar por un clásico lenguado a la Meunière, el rape de costa a la salsa beurre blanco, a base de mantequilla, o los trozos de corvallo a la brasa, con una emulsión de sus jugos. Las carnes nos esperan en forma de lechales, con el acompañamiento habitual de parmentier y envinagrados, el trozo Chateaubriand a la salsa café de París, la codorniz de Bresse deshuesada en la cocotte o el filete de carne de ternera empanado y frito.
De postres, escogemos el pastel de limón, ligero, cítrico y refrescante, con un punto vintage que encaja con la propuesta gastronómica del restaurante, nombre que Pablo Arnal y Óscar Àlvarez daban a las mesas vips. La de aquí, que no se anuncia, es, al mismo tiempo, aquello que hoy conocemos como mesa del chef, junto a la ventana de la cocina.
La sala alargada de Mesa Lobo, típica de los locales de hostelería de la ciudad, se abre en una gran cristalera a pie de calle que deja ver un interior de mesas con manto, clientela y equipo jóvenes. Abiertos al mediodía y por la noche desde las 19 h, el restaurante cambia de vestido entrada la noche, hacia las 21 h: las luces se atenúan, el sonido de la música sube (y el de las voces de los clientes).