Donde ahora se levantan las persianas del Vereda Bar antes había un kebab cualquiera. Me lo explica Julieta Menéndez, cocinera y propietaria del bar, junto con su pareja, Angelo Troia, sumiller. Y, antes, desde 1969, el año de construcción del edificio, había otros bares, que fueron añadiendo capas y capas de reformas y pladur en un palimpsesto, de los cuales aquí han distinguido la barra y el terrazzo. La dinámica abrumadora de la comida rápida de baja calidad que se multiplicaba por la ciudad se subvirtió con la pandemia: la oferta de alquileres y traspasos de locales se incrementó, a precios más bajos, y permitió que el empuje de profesionales como Julieta y el Angelo encontraran un espacio céntrico y asequible.
Vereda Bar: aromas parisinos en el corazón del Eixample
En una esquina espléndida de Diputación con Villarroel, Vereda tiene una planta triangular de lo más parisina. Cuando pongo los pies confirmo aquello que me ha hecho llegar desde fuera: que si Vereda estuviera en París y nosotros también, leeríamos en una guía que es un bar très sympa. Es pequeño, es cálido, las luces son bajas y tiene una barra abierta donde se puede comer mientras charlas y observas cómo las zanahorias que has pedido dan saltitos por la sartén que las caramelizará ligeramente. Pero esta receta que singulariza las zanahorias y las pone, por fin, justo en medio del plato, haciéndolas protagonistas y no el mero acompañamiento al que siempre se ven relegadas, es dulce, sino que salada: descansan sobre un puré de zanahoria, las coronan unos pistachos y están muy bien condimentadas con la salsa gastrique, a base de zumo de naranja reducido con vinagre de moscato de Banyuls, pone un contrapunto ácido idóneo. Son de L'Horta de Tramuntana, explica Julieta, dónde trabajan con variedades antiguas, hacen su propia semilla y cultivan en ecológico. El esfuerzo vale la pena y el precio del plato (9,90 €) lo convierten en un entrante delicioso para compartir (o no).
Esta receta singulariza las zanahorias y las pone, por fin, justo en medio del plato, haciéndolas protagonistas y no el mero acompañamiento al cual siempre se ven relegadas
"Queríamos vender cosas diferentes, trabajar de otras maneras y con otros productos, conseguir una comunicación directa con la mayoría de productores, no depender de distribuidoras; estos eran los objetivos iniciales de Vereda, y los mantenemos hasta hoy", dice la cocinera. Con respecto a su identidad gastronómica, la describe como una mezcla de producto del territorio tratado con técnicas de aquí y de allí, "porque todos somos de otras partes" –Julieta es argentina y Angelo, italiano. Dice que la carta está como si hubieran jugado al teléfono roto: han tomado una receta de un país, le han puesto ingredientes de aquí y técnicas aprendidas de los restaurantes y países por donde han pasado.
En este sentido, destaca la trayectoria de la cocinera, que hace 15 años que trabaja en restaurantes: empezó por unas prácticas en el triestrellado Mugaritz, trabajó en la apertura del también triestrellado recientemente Disfrutar y en otros proyectos más pequeños, ya fuera de la alta cocina, como La Esquina del Hotel Pulitzer, el brunch Little Fern o el Bistrot Levante, en la zona del Call. Todos estos pasos la llevaron a entender una verdad esencial: "El buen comer no tiene que ser elitista y que se lo tiene que hacer accesible para la gente del barrio". Así, el precio medio habitual en Vereda es de 30 €, pero animo a sumar unos euros más con el fin de probar platos como los buñuelos de hierbas, un prodigio sabroso de la cocina de aprovechamiento: ponen las cabelleras de zanahorias y remolachas, recortes de otras hierbas que utilizan, como el cilantro o la albahaca, y de la freidora sale un buñuelo de masa esponjosa lleno de umami.
La carta está como si hubieran jugado al teléfono roto: han tomado una receta de un país, le han puesto ingredientes de aquí y técnicas aprendidas de los restaurantes y países por donde han pasado
Aquel día, los tres entrantes (es buena, también, la ensalada de remolachas asadas -unas- y encurtidas -las otras- sazonada con el zumo de encurtir con hummus de judía) brillan por encima de los dos principales que pido, que son dos buenísimas ideas a perfilar a fin de que acaben de ser aquello que me imagino que quieren ser. Por una parte, el canelón de calabaza, hecho con pasta fresca casera y combinado con salvia y pesto, con una bechamel que hoy necesitaba un poco más de potencia para contrastar con la dulzura de cucurbitácea. Al cordero ecológico con polenta, un manjar invernal que solo de leerlo a la carta ya se siente un calor en el estómago, le falta –a mi entender– dar un golpe de cabeza, como los machos cabríos cuando se pelean: abogaría para incorporar queso de oveja en la polenta a fin de que el conjunto subiera potencia un par de notas.
Y si había dicho que en el Vereda tienen buenas ideas, lo vuelvo a decir cuando recuerdo los postres: un membrillo cocido en un jarabe sencillo, sin sazonar, que tiene unos aromas delicadísimos, florales, afrutados, y ha desarrollado una pequeña capa exterior que le da una textura de gominola buena. Al lado, una crema de queso y unas avellanas garrapiñadas caseras, y el caldo de cocción del membrillo, que es un perfume exquisito que podría ponerme en la nuca sin dudarlo.