En el acto de viajar está inherente una concepción romántica heredada de los primeros turistas modernos, entre el siglo XVIII y principios del siglo XIX. Bajo el pomposo nombre de Grand Tour, se concebía el viaje de los hijos de las familias adineradas (principalmente, británicos) como un viaje iniciático y educativo a Francia, Italia y a veces, Países Bajos para empaparse de cultura, en las disciplinas de arte, literatura o arquitectura. Con esta incursión en otros países, los adultos recién estrenados pasaban meses en estos viajes bajo un aura de descubrimiento, aventura y un punto de locura juvenil. El factor aventura y descubrimiento sigue siendo el motivo principal para iniciar un viaje y, ya recientemente, también lo es la gastronomía. Puede ligarse con el éxito y popularidad de la guía Michelin (que pronto hará 125 años), junto con un desarrollo de infraestructuras y medios de transporte individual, que transformó el acto de desplazarse, en un viaje para comer. El caso es que el acto de comida en sí, es la sublimación de la experiencia.
Comiendo en otras ciudades que no son la tuya, te das cuenta de que lo que comes, a menudo no es tan relevante como la manera en que se come y más si eres de Barcelona, ciudad que siempre ha sido la puerta de entrada de tendencias. A los que vivimos en Barcelona, nos cuesta sorprendernos: ya hace más de 10 años que comemos ramen, que disfrutamos del cebiche, que conocemos que los dumpings son una categoría de varios tipos de rellenos hechos con pasta y no un plato... En fin, que la internacionalización ha hecho que en todas partes puedas encontrar cocinas similares. Lo que no se replica como cromos es la atmósfera, ni como los comensales consumen. Estos pensamientos son los que me invaden cuando visito Madrid.
Ikigai Velázquez e ISA, en el Four Seasons
En una escapada de escasas 48 horas, opto por seguir las recomendaciones de amigos y pruebo Ikigai Velázquez e ISA, en el Four Seasons. En común tienen que son cocina japonesa, pero con ricos matices de diferencias, y aquí entiendo que el recetario tradicional de una cocina es maleable como un caramelo caliente basándose en quién la cocina y en quién la come. Ikigai Velázquez es la segunda incursión del joven chef Yong Wu Nagahira en la ciudad, precedido de un éxito de crítica y de comensales que han alabado su gastronomía para ofrecer un recetario japonés con mucha personalidad: aquí, Yong Wu muestra una cocina japonesa con producto local y giros de técnica francesa rellena de acentos sutiles y elegantes. Su korokke de cecina de Wagyu es un maravilloso ejercicio de cultura gastronómica: el korokke es una croqueta japonesa elaborada con patata y al mismo tiempo, la receta original se inspira en la croquette francesa.
En Ikigai, Yong Wu hace un triple mortal sublime retornando al relleno cremoso, pero en vez de hacerlo con la clásica bechamel, elabora un puré Robuchon muy fluido. Respetando dos herencias, crea un plato nuevo sorprendente de ejecución técnica impecable. Lo repite con el ramen de aguachile, un plato creado en dúo con Barracuda MX: un ramen seco con base de camarón, cítricos, cebolla con yuzu, jalapeños y pepino, junto con los soba caseros. Dos platos que destacan, pero que no desentonan con una carta reflexiva que el jefe de sala, David García, casa con cualquiera de las 25 referencias de sake son jumai.
Es también la vertiente líquida uno de los fuertes de ISA, destacando los cócteles delicados y de complejidad de sabores, creados para acompañar la cocina que firma Nacho Vara de marcada influencia asiática, con preeminencia de la japonesa. Fantásticos temakis, rolls, nigiris (como el de foie con berenjena de miso caramelizado) y tartars (se tiene que probar el de atún con caviar Oscietra) que se elaboran en una barra vista con precisión técnica. En ISA e Ikigai se me hace palpable que el comensal madrileño disfruta de la buena comida, del buen beber y de las atmósferas alegres (que no falte un buen set de DJ), gastando con gusto los tickets que oscilan entre los 60 y 100 € por cabeza. Es fácil dejarse llevarse por este arrebato controlado y simpático.
Virrey
Continuando con las recomendaciones de amigos, relleno las dos jornadas degustando Madrid con una visita a Virrey, buscando una propuesta gastronómica para contrastar el orientalismo del día anterior. La estrella de esta casa es la tradición de la cocina vasca, conjuntamente con el producto del mar y de la huerta.
Tan pronto como se entra en Virrey, una vitrina refrigerada con las piezas de pescado y marisco llegadas de Galicia y País Vasco es lo primero que se ve. Ya se puede empezar a generar salivación, porque la brasa, las salsas y los acompañamientos tradicionales (como la salsa a la vizcaína o la propia del restaurante, de cebolla confitada y patata panadera) serán responsables finales de un excelente plato de pescado, que hay que zamparse con fruición. Impecables croquetas, buñuelos y ensaladilla rusa para unirse a una fiesta donde luce de forma especial la gilda XL que elaboran en cocina. La mejor probada hasta el día de hoy.
Barra Alta, un catalán en Madrid
Y finalizo el recorrido buscando sentarme en la mesa con Daniel Roca, chef del Barra Alta, para hablar del aterrizaje de este (ya) emblemático restaurante de Sant Gervasi en la zona gastronómica más acomodada de Madrid, Jorge Juan. "Madrid está en ebullición", me explica Roca, "nunca sabes qué te pasará mañana porque no puedes hacer previsiones". Desde la pandemia, han cambiado las conductas de los comensales, más de fluir y menos de pensar planes con antelación. En Barra Alta, los clientes de Madrid y Barcelona son vasos comunicantes: en Barcelona recibimos clientela habitual de Madrid y a la inversa. "Hoy, por ejemplo, cinco de las mesas son de clientela barcelonesa", asegura Roca, que no ha necesitado adaptar la carta de Barcelona a la de Madrid, compartiendo ambos platos idénticos en un 80%. El 20% restante, Roca lo completa con platos de sugerencias que crea según el producto en temporada (trabaja mucho con la huerta de Aranjuez) y lo que prevé que le apetecerá al cliente recurrente.
El éxito de esta aplaudida adaptación seguramente radica en una cocina de sabores tradicionales reconocibles y muy bien hecha, que se adapta a la perfección a todos los paladares: "Soy cocinero de producto de toda la vida, lo toco poco porque trabajo con materia prima excelente y tampoco modifico mucho la receta de los clásicos, ya que sigo haciendo las mismas croquetas y buñuelos que hacía mi abuela". Sea en Barcelona o en Madrid, hay que probar el gallo de costa estilo Thai, el tartar de atún con xatonada, o la ensalada con gamba cristal para paladear estos sabores de siempre combinados con auténtica experiencia y profesión.
El carácter del comensal catalán, como estoy observando, poco tiene que ver con el madrileño y está en esta diferencia que radica el descubrimiento de cómo se disfruta de la restauración en Madrid: sin ánimo comparativo, me fascina entender que es la diferencia lo que hace apreciar lo que se vive. Me divierte dejarme llevar por la joie de vivre de Madrid, e imagino la gracia que le debe hacer al comensal madrileño la liturgia, seriedad y contención que seguramente experimentará en los restaurantes barceloneses. Cultura, al fin y al cabo, y el claro ejemplo de que el turismo gastronómico en una ciudad es fácil de imitar e imposible de replicar. Bendecidos sean estos rincones de autenticidad que todavía podemos disfrutar.