Hay pocos proyectos gastronómicos en Barcelona que se puedan contar con los dedos de ambas manos, y que no hayan prácticamente cambiado su esencia definitoria o su carta, mostrando una dilatada trayectoria en su espalda. El primero que me viene a la mente es el restaurante Carlota Akaneya, abierto en el 2011, un restaurante que se mantiene incólume en las tendencias o es tan auténtico que espera que las modas vuelvan y se sumen a lo que allí se ha hecho durante más de una década. En buena parte, porque el nacimiento del mismo tiene aromas a tradición, a homenaje y a la poesía que imprime, transportando al comensal a un Japón ancestral. Tanto que quizás ni viajando se viviría ya algo similar, hoy en día.
Carlota Akaneya: sutileza, detalle y ceremonia auténticamente nipona
Ignasi Elias es el alma mater, un catalán enamorado del Japón que lo ha entendido como pocos, capturando la sutileza, el detalle y la ceremonia que tanto gusta al país nipón. Vivió allí una temporada y por accidente, visitando el Kioto más tradicional, entra en el restaurante Akaneya Junshinken, situado en la emblemática calle de Pont-chō, cerca del río Kamo. Ya por entonces, en el 2009, este restaurante era de los pocos sumibiyakis en activo. Tal y como explica el mismo Elias, "‘sumi’ significa carbón vegetal, ‘bi’ es fuego y ‘yaki’ se podría traducir como asar o quemar, así que la traducción literal al catalán sería parrilla de carbón vegetal".
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Cada mesa tenía una barbacoa de carbón en el centro de esta, y el comensal intervenía en la cocción de la carne, a su gusto. Elias relata que volvió enseguida a Barcelona para ir a encontrar a su amigo Felipe Fernández en la plaza Reial, donde trabajaba de camarero, para proponerle que lo dejara todo y se enrolara a la aventura de abrir un sumibiyaki en Barcelona. Volvieron a Kioto juntos, y de forma divertida, Elias relata que fueron tanto a comer en el Akaneya Junshinken que incluso les preguntaron el porqué, interesados por los dos gaijin (guiri, en japonés) que medían las mesas e inquirían las cuestiones más extrañas.
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Esta es la historia del proyecto y del nombre Carlota Akaneya, un homenaje doble (a la madre de Felipe y al restaurante que inspiró el proyecto). Importar un concepto no es nada fácil, y menos en una Barcelona que a duras penas contaba entonces con restaurantes japoneses tradicionales (más allá del infierno de los restaurantes de sushi donde la comida paseaba por una cinta) y no había probado el ramen. ¿Qué debió pasar por la cabeza de los dos amigos para pensar que una locura tan genial encajaría? Los inicios no fueron fáciles, aprendieron rápidamente cómo adaptar los tiempos a las necesidades del comensal y que el enfoque, además de experiencial, tendría que ser didáctico. Que al traspasar la puerta del Carlota Akaneya, se querría teletransportarse a la imagen mental que del Japón tradicional se podría tener.
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“Irasshaimase" gritan los camareros en la sala en cuanto el comensal se sienta en la mesa. "Yorokonde" responden desde la cocina. Una fórmula japonesa donde los primeros dan la bienvenida a la clientela, y los segundos, formulan que es todo un placer atenderlos. Interiores de madera, textiles de lino y una luz tenue, solo alterada por la llama que la grasa de la carne enciende en el carbón candente. Cada minuto allí tiene lírica, desde el umeshu, el licor de cereza japonés que acompaña los edamame, en el pase final, el kuraunmeron, el melón más caro de Japón. Nada mejor para entender la unicidad y la lírica de este restaurante que el menú Fukuroi, compuesto por 10 platos, con la posibilidad (más que recomendable) de casarlo con sakes.
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La vertiente didáctica y al mismo tiempo preciosista del Carlota Akaneya se hace patente en dos de los platos estrella de la casa, el wagyu Matsusaka de la granja Ito Ranch, la mejor carne de Japón y la más cara (en exclusiva en el restaurante) y el melón Crown Melon, una fruta excelsa por la cual en el país nipón se pagan fortunas. Más allá del primer deslumbramiento de lujo, es de valorar que estos dos productos están en el Carlota Akaneya fruto de la perseverancia de Ignasi Elias y su mujer, Chiho Murata, que personalmente fueron a conocer los productores y ganaderos in situ, con respeto y la promesa de hacer bandera de la excelencia japonesa. Así que, disfrutando de nuestra buena fortuna, no existe mejor plano que sentarse en el restaurante y dedicar cerca de dos horas y media a disfrutar sin prisa, olfateando olores primarios (con matices de romero) y agradables como un perfume carísimo, y a viajar con el paladar.
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Deshilacharán platos maravillosos como la Hokkaido miso shiru, la sopa de miso que proporciona confort; el Tonkatsu, el cerdo marinado y rebozado acompañado de ensalada de col con miel; el Yasai to kinoko, un hot pot en el que las setas shimeji, enoki y shiitake se cocinan lentamente sobre la parrilla en su caldo como antesala en el festival de carne wagyu de Ito Ranch que seguirá y que uno se tendrá que cocinar y finalizar al gusto, sobre la parrilla: el quadril que se cocina lentamente con la técnica del shabu shabu dentro de un caldo de perfiles cítricos de salsa ponzu, el lomo bajo (en la sal, que hay que cocinar solo por una cara porque tiene mucha infiltración de grasa), la sobrecostilla macerada con miso, que casi no necesita cocción. Antes de los postres, el nigiri de lomo bajo, y como final feliz, una mousse de té matcha rellena de fruta de la pasión con frutos del bosque y el Crown Melon, de la prefectura de Shizuoka, la joya de un cultivo donde solo se cuida de la maduración de un único fruto por planta.
Y todo, por unos 119,90 € por cabeza más que justificados. La razón es que Carlota Akaneya, como decíamos, ha sabido entender el valor atemporal de aquello que se perfecciona con el paso de los años, con la paciencia, dedicación y observación que cualquier maestro o artesano dedica a sobresalir en una única cosa.