Cualquier día es buen día para volver a Vic. Yo lo hice hace poco y con una buena excusa, aunque no hace falta ninguno ni una: para visitar la Feria Làctium donde se reúnen algunos de los mejores queseros catalanes. El paseo por la ciudad, antes denominada Ausa, siempre es agradable y alguna calle empinada da gusto de escalar por la promesa de encontrar algo de interesante arriba del todo.
Este es un poco el caso de la calle de la Riera, que se sube y se sube hasta que desemboca a la plaza Major de Vic (o viceversa). En el pie tenemos el bar El Bart, en un edificio increíble, robusto, pétreo y señorial del siglo XVII que había sido, entre otras cosas, un almacén. "Patatas americanas", dice un letrero que se conserva en la pared de uno de los comedores que conforman la amplia sala de Bart.
La carta de Bart no es muy autóctona, y quizás sería bueno que lo fuera más, pero la elección hecha estuvo lo bastante bien resuelta para no meter demasiado el dedo en la llaga y decir que faltan cocas y guisos y sobran tacos y makis. Sin embargo, el taco de gamba fue lo mejor mis de la comida, donde brillaba la calidad del producto: la gamba era óptima y la tortilla también. Podría haber chupado la cabeza hasta el infinito.
El sunomono de tocino y salmón es un mar y montaña arriesgado: las verduras en juliana y el pescado crudo nadan en un caldo frío y sabroso y el tocino se agarra al arroz como una garrapata mediterránea. Las verduras en la plancha con queso configuran un plato todavía para redondear: ¿qué falta? Quizás una vinagreta, una selección más amplia de vegetales o cortarlos y presentarlos más cuidadosamente.
El steak tartar hace gala de estar bien condimentado sin perturbar la calidad de la carne, y se acompaña de totopos, cosa que me gusta menos porque estos triángulos de tortilla frita sí que enmascaran al protagonista del plato.
La parte líquida de El Bart es notable: selección generosa de vinos de la tierra artesanos, como La Teixonera de Casa Jou, e incluso carta de coctelería por si hace falta abrir el hambre con un aperitivo o cerrarla con uno digestivo.
Los postres, cada vez más, cuesta que me entusiasmen. Demasiada repetición, dulzura mal regulada y, sobre todo, que comer un plato a base de harina después de acabar con el alma de la gamba y de la ternera pasada por el cuchillo se me hace un poco bola. Pero como no nos excedimos demasiado y por pura gula pedimos el pastel de queso y la tatin, que por algún motivo que habrá que estudiar son los dos pilares donde se sostienen la oferta de postres de este país (por suerte, el brownie y el coulant ya han pasado a mejor vida y solo los encontramos o los pedimos por nostalgia o ironía, como quién disfruta con trozo de crocante). No me sedujeron, y ya lo sabía de entrada, pero a veces hay que confirmarse a uno mismo con cosas de este tipo, porque no todo a la vida es tan fácil (ni tal dulce) de corroborar.