"Adiós a Ca'l Pep". Así me lo anoto al calendario y con esta idea amarga, porque los despidos nunca me son fáciles, pero sí cada vez más necesarios, cojo el Rodalies, salto dentro del metro y empiezo paseo de Sant Joan y hacia Verdi arriba, ya oscuro y frío esta noche, y ligeramente ventoso, porque me ha llegado un anuncio funesto: en la centenaria Bodega Ca'l Pep le sobrevuela una orden de cese de actividad.

Últimas horas de la Bodega Ca'l Pep, 86 años después

"Fruto de la presentación de un libro que tuvo un éxito masivo, recibieron una denuncia por exceso de ruido, y entonces se comprobó que el local no estaba adaptado a la normativa acústica vigente", explica el abogado que ha llevado el caso de Ca'l Pep, Alberto García Moyano, más conocido por ser el activista de los bares llamado @enocasionesveobares. De hecho, el local es de 1937, no se ha reformado nunca y esta es una de sus virtudes, porque ha preservado un trozo del tiempo: tiene una entrada ancha, donde algunas botas de pie hacen de mesa y una pequeña contrabarra acomoda algunos taburetes, que se abre para dar paso a un comedor bien amplio que antes hacía de almacén. En sus paredes se acumulan ceniceros antiguos de negocios de todo Barcelona y de todo el mundo que son historia del diseño gráfico e industrial, y a sus repisas, utensilios de bodega que hoy pocos saben nombrar y otras curiosidades que se irán al garete si nada cambia a causa de esta serie de errores burocráticos y contratiempos fatídicos: "todavía no se ha aprobado la insonorización presentada en julio que, por el medio, han recibido la orden de cierre".

Los ceniceros míticos de la Bodega Ca'l Pep / Foto: Rosa Molinero Trias

Cuando llego, hacia las 20 h, Ca'l Pep está bastante lleno. Esta bodega es un bar sin barra, y también es mucho más que eso: es un comedor donde la gente se sienta a la mesa y hace del espacio un anexo de su casa. Lo comprendo cuando veo que aquí existe un lenguaje propio por el que los parroquianos más habituales y Griselda López, la propietaria, y Karol Blanco, camarera, se entienden sin hablar: con un girar la cabeza, los unos le interceptan la mirada, y viceversa, y ya se sabe si aquel quiere una ronda más y el otro alguna cosa de picar o, simplemente, charlar un rato. Porque si se tiene una casa fuera de casa, allí también se tiene una familia fuera de la familia. En la Bodega Ca'l Pep la familia se ha construido a base del vermú, del vino, de la birra o del refresco que los corre por las venas, y que a menudo ellos mismos toman de la nevera o de la bota, apuntando esmeradamente con boli en los papelitos que hacen de cuenta y que descansan sobre el mostrador.

Porque si se tiene una casa fuera de casa, allí también se tiene una familia fuera de la familia. En la Bodega Ca'l Pep la familia se ha construido a base del vermú, del vino, de la birra o del refresco que los corre por las venas

La bodega forma parte de la rutina de decenas de vecinos que la Griselda conoce muy bien, como la del señor Jorge. "El señor Jorge viene cada día a las 8 en punto. Se sienta siempre en la misma mesa –y se le hace extraño si ya está ocupada–, se toma un Nestea, lee el diario y a las 9 en punto se marcha. Si un día no viene, me preocupo, y le llamo para ver si se encuentra bien. Aquí he aprendido qué quiere decir ser humilde y qué quiere decir, realmente la fidelidad: tanto la de mis clientes conmigo como la mía con ellos. Y por todo eso no me cuesta nada de venir al trabajo, porque estoy en casa, y eso en otros sitios no me ha pasado nunca".

"Ca'l Pep es un centro cultural", considera la Griselda. "El Ayuntamiento no está teniendo en cuenta a la gente del barrio: les faltará un espacio importante para ellos". Ella, que lleva 13 años llevando el timón de Ca'l Pep, es nacida en Valladolid, donde su madre tenía un bar. Con experiencia en el mundo de la hostelería, Griselda se dedicó a la farmacia durante unos años, hasta que fue madre y los horarios del bar le funcionaban mejor para atender a su hija. Fue así como tomó el relevo de su padrastro, que a su vez cogió el traspaso del anterior propietario, el hijo de Pep que da nombre a la bodega, y la regentó durante 40 años.

Bodega Ca'l Pep / Foto: Víctor Antich

Griselda me explica la historia de Ca'l Pep: "Cuando Pep abrió la bodega, en 1937, vendía vino, hielo y poca cosa más. Después se añadió una cafetera, la gente se quedaba a tomar vino y se le servía un poco más. Un buen día, Siscu, un vecino que es de los clientes más viejos, dijo que traería unos mejillones para probarlos, y pusieron una mesa donde antes había el almacén. La experiencia fue tan buena que añadieron alguna mesa más, y aprovechando la ocasión, Teresa, la mujer de Pep, llevaba platos caseros hechos de casa. Pronto se instauró la tradición de hacer unos portentosos desayunos de tenedor que acabó cuando Teresa se jubiló y la oferta se redujo a algunos platos y bocadillos. Al tomar las riendas, yo decidí que cocinaría siempre un plato del día, hasta que tuvimos la denuncia de la vecina y sacamos la cocina".

"Yo decidí que cocinaría siempre un plato del día, hasta que tuvimos la denuncia de la vecina y sacamos la cocina"

Dice que la pandemia acabó de matar los desayunos: los clientes más grandes, que eran los que mantenían la tradición de desayuno, se jubilaron y, los jóvenes, pasaron a teletrabajar. Pero no desistió: ha añadido más tapas frías, como los boquerones en vinagre, las gildas, las anchoas y los embutidos, y bocadillos planchados, aunque la estrella son los huevos en el plato con chistorra.

Puede parecer bien poca cosa, pero es una oferta sencilla y eficaz que soporta una cosa mucho más compleja y difícil de conseguir: hacer que un negocio de hostelería sea un espacio popular, tejido inextricablemente a la vida de la gente y a la historia del barrio, con un alma que alimenta a todo el mundo que viene y comprende que aquí la gracia no es solo en el plato o en la copa, sino que el hecho gastronómico de atravesar en un umbral y entrar en un bar es, de hecho, una cosa mucho más humana que alimentaria o de consumo. Y que si no hacemos nada para proteger estos espacios que cuestan almas y años de construir, si no los consideramos patrimonio material e intangible desde ahora mismo, sino que los atacamos todavía más, aunque ya se ven amenazados ante la oferta actual que homogeneiza y deshumaniza, estaremos completamente acabados como ciudades y como ciudadanos.