El jueves pasado le compré dos botellas de Vichy a mi amigo Ibrahim, el propietario del supermercado 24h que tengo delante de casa y que dos o tres veces por semana actúa como un auténtico camello suministrándome agua con gas a horas intempestivas. Hoy dos Vichy, hoy mucha sed, me dijo cuándo me dispuse a pagar, pero le expliqué muy poco a poco que celebrábamos Dijous Gras -"jueves gordo", le dije con el tono de voz de quién habla a un sordo- y que aquella noche me pondría las botas comiendo de todo, por eso compraba dos botellas por si las moscas.

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Un puñado de botifarres d'ou con aquel tono de Pantone que, más que un color, es un olor.

Me habría gustado explicarle todo eso con el tono de un locutor de radio con programa nocturno, pero más bien se lo dije gritando, ya que los catalanes solo sabemos hablar en catalán a los recién llegados con un tono de voz capaz de reventar tímpanos. Ibrahim, que está gordo como un ceporro y tiene unas mejillas redondas como un cucharón de caldo, me miró desconcertado y me dijo que jueves, hoy, y después, riendo como una hiena, que gordo, también yo. Cuando le enseñé la butifarra de huevo de Can Fàbregas que había comprado en el mercado, sin embargo, inmediatamente me dijo que él no come carne de cerdo y entonces pensé inmediatamente en mi padre, que sí que comía carne de cerdo pero era reticente a ciertos embutidos.

Navidad, Sant Esteve, Jueves Lardero

De pequeño, a la hora del recreo, compartía con un par de amigos el bocadillo de butifarra de huevo que mi padre se había dejado en casa. Lo rulava entre compañeros con la alegría de quien se pasa un porro en un concierto de reggae y cuando los profesores me preguntaban por qué llevaba dos bocadillos para desayunar, yo les explicaba que cada Jueves Lardero mi padre no se llevaba el desayuno al trabajo, en el hospital, ya que se había criado en una granja de cerdos del Baix Penedès y había aburrido algunas cosas, especialmente la sobrasada. También la butifarra de huevo, aunque eso impedía que un jueves al año, solo uno y de manera especial, mi madre y yo lo esperáramos que llegara de trabajar para comer juntos, casi a las once de la noche. Cuando la primera vez de ello le pregunté a mi madre por qué redemonios cenábamos tan tarde, ella me dijo que el Jueves Lardero nos une a todos por un día, como Navidad o Sant Esteve, por eso treinta años después me sigue pareciendo un día sagrado.

Una montaña de butifarras de huevo a quién los expats del Poblenou no harán ni caso.

En estos tiempos posmodernos llenos de festividades extrañas nada autóctonas como el Black Friday, Halloween o Sant Valentín, celebrar el Jueves Lardero es un acto tan puro como casi contracultural, sobre todo ahora que respetar y defender las tradiciones genuinas es un ejercicio de resistencia carlista y casi bélica para proteger aquellas fiestas que Mr.Wonderful, El Corte Inglés o Coca-Cola todavía no se han podido apropiar. Ya sabemos que al capitalismo solo parece interesarle aquello que fomenta el consumo masivo, por eso considero poética una festividad que no hace ganar dinero a empresas multinacionales o grandes corporaciones, sino a las charcuterías, las panaderías de barrio o los ganaderos que han vendido su producto a un precio seguramente demasiado bajo a fin de que nosotros, en casa, hagamos que la butifarra de huevo, la tortilla de patatas o la coca de chicharrones dejen de ser simples alimentos para convertirse, ni que sea un solo día, en objetos de culto.

La butifarra de huevo contra la postmodernidad

El año 2024, sin embargo, posiblemente haya el Jueves Lardero más donuts, cruasanes de chocolate, golosinas o bocadillos de hamburguesa de tofu en la salida de las escuelas que niños comiendo butifarra de huevo, ya que los tiempos han cambiado y ahora nadie parece recordar el sentido de cosas como el Miércoles de Ceniza o la Cuaresma. ¿Qué sentido tiene el Jueves Lardero, pues, en una sociedad cada vez más pagana y líquida? En un mundo consumista donde todo es caduco casi de un día para el otro, conceptos como el de "ayuno" o "abstinencia" parecen tan lejanos como aquellos tiempos en qué nuestros bisabuelos -campesinos y masoveros pobres como las ratas- sobrevivían un invierno entero gracias a un cerdo y unas cuantas gallinas. Mi padre lo sabía bien, por eso me lo explicaba año tras año y me rememoraba su niñez en la casa familiar de Cal Cargol, en el Vendrell, viviendo con los tíos que durante décadas regentaron la mejor charcutería del pueblo.

Una butifarra de huevo del 2024 en una fotografía que bien podría parecer de 1916.

Hoy, cuando escribes "Cal Cargol" en Google, lo primero que encuentras es una página anunciando "Casa Gargol (Extinguida)", por desgracia. El Vendrell ya hace años que perdió una charcutería única, al igual que mi padre hace décadas que aburrió para siempre la butifarra de huevo, pero en cambio tengo la certeza de que el Jueves Lardero nunca perderá su batalla contra el olvido. Principalmente por una razón sencilla: porque la butifarra de huevo es la particular magdalena de Proust de muchos catalanes, ya que es un embutido excepcional, y como todas las cosas que son una excepción en el porvenir monotono de la vida, con un solo mordisco es posible revivir los momentos a los cuales querríamos vivir abrazados. El olor de la cocina de la abuela con una tortilla al fuego, las manos llenas de callos del abuelo llenando el porrón con vino dulce o la voz de la madre preguntando "¿cuántos trozos quieres?" mientras parte una coca de chicharrones. Eso es el Jueves Lardero, supongo. Comer y acabar el día con cara de pan de kilo, regateando el colesterol y diciéndonos por dentro que no pasa nada, de que "un día es un día". Y no olvidar, en cada mordisco, que comer butifarra de huevo es sinónimo de muchas cosas. De recordar. De salir. De disfrutar. Pero sobre todo, sin duda, de amar.